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La cruda verdad

Cuando uno ocupa un cargo representativo de un colectivo se cuida lo más posible de que sus opiniones no afecten a ese colectivo; no siempre se logra. Cuando uno ya no ocupa cargo alguno y es uno más entre tantos se rompen las cadenas de la prudencia y uno siente que puede decir lo que piensa bajo su sola responsabilidad. Al mismo tiempo, uno queda (más) expuesto. La prudencia de lo institucional actúa como escudo, nos protege de nosotros mismos. El bien colectivo mayor es el altar donde se sacrifican las grandes verdades.
Este es el espíritu que me anima e inquieta desde el pasado 11 de diciembre en que dejé de presidir la NCI de Montevideo. El cambio generacional que se da cada veinte años me llena de satisfacción; el síndrome de abstinencia que conozco bien confirma la razón por la cual tantos años de mi vida fueron dedicados a estas causas. Esta nueva, mayor liberación de mi opinión exige ajustarse a los nuevos límites (siempre los hay) y a las reacciones que provoca lo que ahora se dice y antes, a lo sumo, se insinuaba.
Sucede que simultáneamente con esta circunstancia personal el desarrollo de los acontecimientos en Israel y el pueblo judío se va complejizando día a día. Si el 8 de octubre el tema era inequívoco, Israel debía reaccionar, liberar a los rehenes, y destruir Hamas, pasados ya setenta y cinco días de la masacre del 7 de octubre todo es mucho más complejo y por lo tanto confuso. Hoy, opinar no es un acto binario, sino una compleja ecuación cuyas variables no manejamos o no conocemos. Como solía conversar con mi padre, Iosef Z’L, hay ecuaciones que no tienen resolución.
Desde un punto de vista institucional la dirigencia comunitaria debe dar lugar a la demanda de “la gente”. “La gente quiere hacer cosas”, me explican. Se juntan fondos, se hacen actos, hay quienes viajan a Israel como voluntarios (hay que pagarlo, claro), hay quienes liberan sus propias y anónimas batallas; todo esto bajo el paraguas institucional, que no es lo mismo que decir bajo la coordinación institucional. Si todo esto está bien o mal, si contribuye o resta, es un tema menor. Lo que queda claro es que todas estas “cosas” intentan hacernos sentir más seguros, menos vulnerables, y más solidarios con la verdadera guerra, la que sucede allí en Israel.
Sea que uno lea la información o la ignore, “la gente” en Israel afronta coyunturas y dilemas que no se resuelven con actos o declaraciones. Mientras desde este lado queremos ver todo en forma homogénea, la verdad es que allí es todo una combinación de malas opciones: negociar por la liberación de más rehenes supone no terminar la guerra, y para muchos, una suerte de rendición muy frustrante. Entre quienes prefieren seguir la guerra hasta su conclusión (erradicar a Hamas) aun a costa de los rehenes, hay quienes tienen intereses militares y de seguridad genuinos y otros tienen intereses políticos espurios.
Quienes aquí abogan por dejar de lado la discusión política en aras de una supuesta unidad y un frente común ante la opinión pública, están ignorando la división y mezquindad que ya es una realidad en la política israelí. La unidad frente a la tragedia y en respaldo de la guerra nivel popular no refleja una unidad similar de los gobernantes, cada cual con su agenda. Podemos elegir no verlo, pero esta guerra ha dado impulso a las peores promesas electorales (amenazas para algunos como yo) de los tales como BenGvir, Smotrich, Levin, y el propio Netanyahu.
Una de las críticas más unánimes que he escuchado de diversas fuentes (ajenas al gobierno, por supuesto) es la falta de propuesta. Se está peleando una guerra con objetivos excluyentes y con un futuro inmediato no sólo incierto, sino peligroso. “El día después” no es una figura del lenguaje, es lo que millones de israelíes y palestinos deberán confrontar cuando cesen las hostilidades, algún día. Que bien pueden seguir en el Norte ante Hezbollah o en el centro en Judea y Samaria. A Israel no le faltan frentes; ese es el barrio. Ante perspectivas tan inciertas y peligrosas, sería bueno tener una conversación madura y realista sobre las opciones; aunque no sean las deseables, sino las posibles.
Creo que lo mismo sucede en la Diáspora, por lo menos en nuestras comunidades en el Río de la Plata, seguramente en Montevideo: debemos darnos el espacio y el tiempo para la conversación honesta porque estamos atravesando la peor crisis existencial desde la Shoá y la Guerra de 1948. No porque nos exterminen, eso ya no es una opción realista sino un slogan antisemita; el riesgo es que nosotros mismos nos vaciemos del espíritu crítico y constructivo que nos trajo hasta este momento durante dos mil años a manos de un nacionalismo exacerbado para supuestamente no perder la fe en esta, nuestra condición de judíos.

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