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El tormento de los sobrevivientes del Holocausto después de la liberación

Estremecidos por la forma en que las tropas de los Estados Unidos trataban a los sobrevivientes, dos soldados norteamericanos judíos tomaron el tema en sus manos.

Para muchos sobrevivientes del Holocausto, sus tormentos no terminaron cuando los aliados vencieron a las fuerzas nazis y liberaron los campos en mayo de 1945. Sorprendentemente, fue necesario que dos soldados judíos del ejército norteamericano aseguraran que los Estados Unidos cumplieran sus obligaciones y salvaran las vidas de miles de sobrevivientes.

En muchos sectores, las tropas norteamericanas que supervisaban los campos de concentración continuaron manteniendo prisioneros a los judíos hambrientos. Algunos meses después de la victoria de los Aliados, un sobreviviente de un campo de concentración le preguntó a un joven soldado llamado Robert L. Hilliard: “¿Cuál es la diferencia entre ustedes, los norteamericanos, y los nazis, excepto que ustedes no tienen cámaras de gases?”.

Robert Hilliard escribió sobre sus experiencias en: Surviving the Americans: The Continued Struggle of the Jews After Liberation, y habló públicamente sobre su lucha para ayudar a los sobrevivientes judíos.

En 1945 Robert Hilliard y su amigo Ed Herman, eran dos jóvenes reclutas estacionados con el ejército norteamericano en Bavaria. Hilliard estaba encargado de editar un periódico del ejército y el 27 de mayo, algunas semanas después de que las tropas norteamericanas liberaran los campos de concentración y exterminio nazi en Alemania, él fue a cubrir un “concierto de liberación” que ejecutaban los sobrevivientes de los campos de concentración en un hospital en el monasterio St. Ottilien, cerca de Múnich.

En el hospital recibían tratamiento 400 sobrevivientes de los campos de concentración, así como algunos soldados alemanes que supuestamente estaban heridos. En verdad, Hilliard descubrió que algunos sodlados alemanes usaban el hospital como cubierta para evadir represalias por su rol en la guerra, y los judíos ocupaban parte del terreno del hospital extraoficialmente. A ellos se les negaba atención médica y tanto el personal alemán del hospital como las tropas estadounidenses que gobernaban el área, cerraban los ojos ante estos sobrevivientes demacrados, los ignoraban y se negaban a ayudarlos de alguna forma.

El Dr. Zalman Grinberg, él mismo un sobreviviente de un campo liberado, organizó el hospital no oficial en St. Ottilien sin ayuda de las fuerzas aliadas.

De hecho, Hilliard describió que el “hospital” que él dirigía, sin suministros, era el único hospital en toda Alemania dedicado a atender a los sobrevivientes de los campos de concentración en esas semanas cruciales tras la liberación.

Cuando Hilliard llegó al complejo del hospital para el “concierto”, no pudo creer lo que vieron sus ojos. “Había filas de sillas de madera acomodadas frente al escenario. En los pasillos, en las sillas y en el césped, de pie, sentados, caminando y acostados, había cientos de figuras demacradas, pálidas, esqueléticas, sin expresión, todas vestidas con los uniformes de franjas blancas y negras de los campos de concentración”. Al ver eso, Hilliard pensó en el Infierno del Dante. “Entonces, más lejos, vi que había otras personas. En un área separada de los cuarteles de los sobrevivientes había decenas de hombres vestidos con los uniformes verdes de las fuerzas armadas de Alemania, caminando con el descuido de los privilegiados, fumando, algunos con los miembros vendados, otros sostenidos por enfermeras con uniformes blancos, levantando los brazos para saludar a los oficiales y a los médicos alemanes que pasaban”. A pesar de que el área estaba bajo el control del ejército de los Estados Unidos, no habían hecho nada para ayudar a las víctimas de los campos de concentración. “Ellos no tenían comida, ni ropa ni atención médica”. Esas amenidades las brindaban exclusivamente a los soldados alemanes.

Hilliard fue uno de los pocos soldados norteamericanos que se sintió indignado por la situación. En sus memorias, él describió cómo en todas las ciudades que estaban bajo el control norteamericano, los prisioneros judíos continuaron confinados a los campos de concentración, vigilados y a veces brutalizados por sus nuevos captores estadounidenses. Algunos soldados tenían odio contra los judíos. Incluso el General George Patton denigró a los judíos bajo el cuidado del ejército de los Estados Unidos al escribir en su diario personal: Algunas personas “creen que los refugiados son seres humanos, y no es así, y esto se aplica en particular a los judíos que son más bajos que los animales”. Patton escribió: “Entramos a la sinagoga, que estaba repleta por la mayor masa de humanidad apestosa que vi en mi vida. Por supuesto que los vi desde el comienzo y me maravilló que seres que se supone que fueron creados a imagen de Dios puedan verse de esa forma y actuar de esa manera”.

El 25 de julio, dos meses y medio después del día de la victoria, representantes de los campos de concentración de las zonas de Alemania ocupadas por los británicos y los norteamericanos, se reunieron en St. Ottilien para discutir sobre la terrible situación que enfrentaban sus comunidades. Los judíos de la zona francesa enfrentaban un antisemitismo tan intenso que no podían viajar libremente, por lo que no pudieron enviar representantes a Múnich. Quienes pudieron asistir transmitieron informes similares: en todos los campos de concentración representados en ese encuentro, los judíos seguían muriendo debido a las enfermedades, la mala nutrición y, en algunos casos, por la brutalidad de sus nuevos opresores Aliados.

Hilliard recordó a un representante llamado Roisen, que llegó del infame campo de concentración Mauthausen. Él informó que allí las tropas norteamericanas a cargo del área no proveyeron a los prisioneros moribundos con medicinas, médicos ni enfermeras. Luego de que los sobrevivientes judíos suplicaran mejores condiciones de albergue, las tropas norteamericanas les dieron permiso de pasarse a otros edificios dentro del campo, pero estos estaban tan infectados con piojos y otros insectos que los sobrevivientes se negaron a cambiar de lugar. Furiosos por ser desafiados, los oficiales norteamericanos locales ordenaron que no llevaran más alimentos a Mauthausen. Su única fuente de raciones de comida eran los pocos soldados americanos que desafiaban la prohibición y les llevaban alimentos.

Un sobreviviente llamado Reichhardt representaba a Austria. Los oficiales norteamericanos locales ordenaron que a los sobrevivientes del campo de concentración les proveyeran 1.200 calorías diarias, pero sólo les enviaban 700 calorías, y el resto lo vendían en el mercado negro. Incluso esas magras raciones a menudo se les negaban a menos que las mujeres del campo accedieran a las órdenes de los soldados a cargo. Hilliard recordó que Reichhardt también relató un caso en el que un policía militar norteamericano le disparó a un sobreviviente judío, y posteriormente se excusó diciendo que sólo estaba “jugando” con su arma.

Tras oír el catálogo de horrores durante gran parte del día, los sobrevivientes judíos decidieron redactar una lista de resoluciones. Como no les llegaba ayuda de ninguna parte, el Dr. Grinberg, el sobreviviente encargado del hospital en St. Ottilien, dijo: “Decidimos construir nuestro futuro por nuestros propios medios”. El grupo decidió varios objetivos, el primero de los cuales fue trabajar para crear un estado judío al que pudieran emigrar.

Hilliard recordó que inmediatamente después del encuentro hubo muy pocos cambios. De hecho, las condiciones en St. Ottilien se deterioraron. Un sobreviviente judío al que se le negó alimentación adecuada, decidió salir del hospital y recibió un disparo de un guardia estadounidense, lo que provocó que perdiera la pierna. Hilliard escribió que algunas semanas más tarde también le dispararon a otro sobreviviente en circunstancias similares. Para mantener a los sobrevivientes judíos dentro del complejo del hospital, las autoridades norteamericanas ordenaron erigir una cerca de alambre de púa alrededor del área, y los soldados norteamericanos patrullaban la zona, asegurando que ningún sobreviviente judío escapara. Después de que le dispararan al primer sobreviviente, un teniente norteamericano confrontó al policía militar que le disparó. Hilliard recordó que el policía militar explicó: “Es sólo un judío %#&* ¡Eso es lo que se merecen todos los judíos!”. El teniente lo miró fijamente por un momento, y simplemente se dio vuelta y se marchó.

Estos odiosos incidentes no eran casos aislados. El autor Rob Morries describe a un sobreviviente judío en Feldafing al que le dispararon los soldados norteamericanos cuando trató de regresar al campo de refugiados tras haber salido para buscar comida. (“Untold Valor: Forgotten Stories of American Bomber Crews Over Europe in World War II” por Rob Morris, Potomac Books: 2006).

En esos caóticos meses tras la victoria aliada, otro soldado judío se unió a la compañía de Hilliard, Ed Herman, un joven de 25 años de Filadelfia que había abandonado la universidad de Pensilvania para luchar en la Segunda Guerra Mundial. Herman y Hilliard rápidamente se hicieron amigos. A medida que pasaban las semanas, ambos se espantaron por las condiciones en las que sus propios oficiales obligaban a vivir a los sobrevivientes judíos. Ambos comenzaron a llevar comida a St. Ottilien y alentaron a otros soldados a hacer lo mismo. En particular Ed Herman se convirtió en un experto intercambiando bienes en el mercado negro e invirtió sus ganancias en suministros para los sobrevivientes.

Un día, Herman hizo una propuesta audaz: la tienda de suministros en una base de la fuerza aérea norteamericana iba a cerrar porque la base se mudaba. Ed se preguntó si estarían dispuestos a venderle todo lo que tenían en el inventario para que él pudiera llevarlo a St. Ottilien. Los otros soldados pensaron que era una locura, pero Herman estaba decidido a hacer todo lo que estuviera a su alcance. Él encontró a un oficial que simpatizó con su idea, el teniente Albert L. Cusick, que era uno de los soldados que activamente donaba suministros para los sobrevivientes, y de alguna forma logró comprar todo lo que había en la tienda por lo que en ese momento era una gran suma: $450. De inmediato, los sobrevivientes que todavía seguían prisioneros en St. Ottilien recibieron latas de jugo, caramelos, bocadillos y artículos de tocador.

De todas formas, todavía no era suficiente. Incluso las 1.200 calorías que el General Eisenhower había exigido que las tropas norteamericanas suministraran a los sobrevivientes eran demasiado poco para que pudieran recuperar su salud. Además gran parte de esa mínima cantidad de alimento era vendida en el mercado negro y ni siquiera llegaba a los sobrevivientes.

“La única forma en que podremos obtener lo que necesitamos para St. Ottilien es directamente de los Estados Unidos”, le dijo frustrado Herman a Hilliard. Estaba claro que tratar de ayudar a través del ejército no funcionaba.

Hilliard se mostró escéptico. “Eso implica llegar a cada sinagoga, a cada Centro Juvenil, a cada grupo de la Bnei brit del país. Eso significa crear un nuevo Centro de Distribución”, dijo, aludiendo al JDC, el comité de distribución del Joint, un gran movimiento de caridad, “¿Cómo podremos lograrlo?”

Mientras más discutían la idea, más lejana parecía. “Mi hermano Lennie regresó a los Estados Unidos y está viajando por el país. Me parece que está involucrado con la venta de bonos de guerra. Él va a llevar cartas a personas importantes, a aquellos que pueden lograr hacer algo”, dijo Herman.

Los dos soldados redactaron una emotiva carta de varias páginas. Era un poderoso grito de ayuda, una súplica de auxilio para la espantosa situación que enfrentaban cada día los sobrevivientes del Holocausto. “Los judíos de Europa son una raza en extinción. Incluso ahora, después de haber vencido a Hitler y al nazismo, siguen siendo exterminados lentamente de la faz de la tierra. ¡USTEDES SON LOS CULPABLES!”.

La carta presentaba la negligencia perpetrada por los soldados aliados y le decía al pueblo norteamericano: “Por la negligencia de su despreocupación, ustedes son tan responsables de la muerte actual de los judíos europeos como lo fue en el pasado el nazi más diabólico”. Herman y Hilliard fueron a la oficina impresora del periódico del campo para imprimir suficientes copias para enviar a cada persona e institución que pudieran recordar en los Estados Unidos.

La iniciativo funcionó. Otros soldados de la compañía ayudaron a imprimir y enviar cartas a todos los que podían recordar. Posteriormente Hilliard recordó: “Enviamos cientos de cartas. A esposas, amigos, padres, madres, hermanos, hermanas, vecinos, sinagogas, clubes, asociaciones, fraternidades, grupos comunitarios judíos, a cualquiera que pudiera interesarle lo suficiente como para enviar un paquete, para organizar apoyo dentro de su organización, para ponerse en contacto con un senador o con cualquier político que pudiera tener consciencia y la posibilidad de presionar para que algo se pusiera en acción”.

Leonard, el hermano de Herman, tomó como su misión personal distribuir las cartas por los Estados Unidos. En el 2007 lo elogiaron públicamente en el Congreso de los Estados Unidos como un “verdadero héroe” por su rol difundiendo la carta.

Durante varias semanas después de haber enviado las cartas, los soldasos en Múnich se preguntaron por qué no recibían respuestas. Habían pedido suministros, pero no llegaba ni un paquete. ¿Acaso el pueblo norteamericano era tan desalmado como para ignorar ese pedido de ayuda para los sobrevivientes desnutridos del genocidio nazi?

Sin que Herman y Hilliard lo supieran, las donaciones llegaban en cantidades, pero eran detenidas en Nueva York. El par estaba desilusionado, pero no dispuesto a detenerse. Cada semana enviaban más cartas. Muy pronto llegó un representante del General Eisenhower a visitar a Hilliard y Herman y les ordenó dejar de enviar cartas. Ellos hablaron con su oficial, luego ignoraron la orden y continuaron enviando su carta a cada contacto que pudieran recordar en los Estados Unidos.

Varias semanas más tarde, Hilliard cree que una de sus cartas finalmente llegó a las manos correctas y se la mostraron al mismo presidente Harry Truman. El presidente le pidió a Dean Earl Harrison, el representante de los Estados Unidos en el Comité intergubernamental para los refugiados, que revisara el tema para saber qué estaba pasando y quiénes eran esos dos soldados desconocidos. Truman también autorizó que enviaran los paquetes dirigidos a St. Ottilien. El informe de Harrison fue condenatorio: “Parece que tratamos a los judíos como los trataron los nazis, excepto que no los exterminamos”. Él llevó personalmente su informe al presidente Truman y le dijo que la información lo hizo sentirse físicamente enfermo.

Enseguida el presidente Truman le ordenó al General Eisenhower efectuar cambios inmediatos en la manera que trataban a los sobrevivientes. El domingo 30 de setiembre de 1945, el titular de la portada del New York Times fue: “EL PRESIDENTE LE ORDENA A EISENHOWER PONER FIN AL ABUSO A LOS JUDÍOS”. Otros titulares incluían: “El informe de Harrison compara nuestro trato al de los nazis” y “Las condiciones de los refugiados son estremecedoras”.

Eisenhower ya había expresado su disgusto respecto a los horrores que descubrió en los campos nazis. “Pienso que nunca me sentí tan enojado en toda mi vida”, les dijo a los periodistas el 18 de junio de 1945, al relatar lo que ocurrió en los campos de concentración. Eisenhower ordenó su propia misión de investigación y de inmediato incrementó las raciones otorgadas a los sobrevivientes, quitó los alambres de púa alrededor de los campos, reemplazó los guardias militares con civiles no armados, y proveyó mejores viviendas y atención médica.

En St. Ottilien las condiciones cambiaron rápidamente. En unos pocos días comenzaron a llegar paquetes de todos los rincones de los Estados Unidos. En unas pocas semanas los sobrevivientes recibieron más de 1.500 paquetes. Hilliard recordó la escena cuando llegaron los primeros suministros: “Hubo risas, llanto, bailes, abrazos y besos, era como si se estuvieran mojando por la primer lluvia después de años de sequía”. Finalmente, meses después de la liberación, había alimentos, suministros médicos y ropa para aliviar el sufrimiento de los sobrevivientes. En todas las zonas bajo control norteamericano comenzaron a mejorar las condiciones para los sobrevivientes.

Después de la guerra, Herman se quedó algunos años en Europa y trabajó ayudando a llevar ilegalmente a los sobrevivientes a la Tierra de Israel. Él falleció en el 2007 tras ser honrado por el Estado de Israel por su rol ayudando a los sobrevivientes del Holocausto. Robert Hilliard se convirtió en profesor de Comunicaciones en Emerson, cerca de Boston y habló extensamente sobre sus experiencias. Cientos o incluso miles de judíos de todo el mundo deben su existencia a la tenacidad de estos dos hombres, que a pesar de ser sólo soldados rasos lograron cambiar la política del gobierno de los Estados Unidos respecto a la ayuda a los sobrevivientes.

Fuente: Aishlatino

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