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Más que 24 horas para Ucrania

Ricardo López Göttig

Por Ricardo López Göttig

Las afirmaciones de campaña, las promesas de fácil aceptación y la fantasía de soluciones simples a problemas complejos, se desvanecen rápidamente después del pronunciamiento de las urnas y llega el momento de comenzar a tomar decisiones de gobierno.

Administrar es aburrido, gobernar es difícil y tratar de llegar a un acuerdo razonable cuando son tantas las agendas en disputa, y más si son opuestas, siempre dejará sabores amargos. En su campaña, con ese estilo tan simplón que lo llevó una vez más a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump aseguró en más de una oportunidad que arreglaría la paz entre Rusia y Ucrania en 24 horas antes de asumir la primera magistratura el 20 de enero de 2025. La realidad es, inevitablemente, imposible de dominar con palabras.

Hasta ahora, hubo mandatarios que propusieron “planes de paz” para la guerra en Ucrania, como fueron Xi Jinping y Lula Da Silva, pero que en rigor no eran hojas de ruta, sino puntos inconexos plasmados en el papel. En rigor, a lo que se puede llegar en este momento y por varios años por delante, es a un posible armisticio, pero no a la paz entre los dos países, y aun así será inestable. Cabe recordar que entre las dos Coreas existe un armisticio vigente desde 1953, tras una guerra de tres años en los inicios de la guerra fría, y que sigue siendo una de las fronteras más calientes del planeta. Donald Trump intentó la desnuclearización de Corea del Norte, encontrándose con Kim Jong Un, sin obtener resultados.

La idea de que Vladímir Putin podría contentarse con un plan de “paz por territorios” es una perspectiva equivocada: Rusia tiene la superficie más grande del planeta, equivalente a Plutón, y es un país que no tiene hacinamiento de su población. No “necesita” la región del Donbás, ni la península de Crimea. Además de su objetivos geopolítico, que es la continuación de la política desde la zarina Catalina la Grande, pasando por la URSS y llegando a esta Rusia post-soviética, de tener mayor proyección hacia el Mar Negro; se añade la mirada ideológica de Putin: el rechazo a que en Ucrania pudiera prosperar una democracia liberal, integrada a las estructuras europeas, que sirva como espejo a la población rusa. Vladímir Putin sabe de qué se trata el efecto de demostración, porque lo vio como agente de la KGB entre las dos Alemanias en tiempos de la guerra fría. Fue durante la presidencia de Trump que Putin instaló sus tropas en Bielorrusia, en 2020, para apoyar al tambaleante régimen de Lukashenko, que desde entonces se transformó en una de sus bases de operaciones en su enfrentamiento con Ucrania.

De allí que todas las conversaciones en torno a un arreglo de “paz por territorios” podrá dejar satisfechos, por un tiempo, a los líderes occidentales y a la opinión pública, cansados y ya insensibles con esta guerra que se hizo previsiblemente larga, sólo le permiten ganar tiempo a Putin para rearmarse y recuperar los daños a la economía.

Pero la densa telaraña de conexiones entre las autocracias se mantendrá, a pesar de sus mutuos recelos y regímenes de diferentes concepciones, esperando oportunidades futuras hacia lo que ven como un enemigo común. El desafío para Europa es su propio rearme a pasos rápidos, en un nuevo tiempo en el que el 2% de su PBI dedicado a la Defensa ya no debe ser la meta, sino el punto de partida para invertir en, nada más ni nada menos, que su supervivencia e integridad.

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