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Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno

Theodor Ludwig Wiesengrund Adorno nació en Alemania el 11 de septiembre de 1903,en el seno de una familia burguesa acomodada de Fráncfort del Meno (estado de Hesse). Su padre, Oscar Alexander Wiesengrund, era comerciante de vinos, y su madre, Maria Calvelli-Adorno, era soprano lírica. Su madre y su hermana Agatha, una pianista de talento, se hicieron cargo de la formación musical de Adorno durante su infancia.

Filósofo y musicólogo, encontró junto a Horkheimer que la teoría del conocimiento es también una crítica a la sociedad debido a que cuando el sujeto domina a la naturaleza por medio de la técnica, la dominación del mundo será al mismo tiempo la del conocimiento y de la propia subjetividad. Si la crítica a la Ilustración y la formación moral del sujeto están ligadas en el dominio técnico sobre la naturaleza, es necesario desentrañar cómo este dominio termina revirtiéndose, es decir, en un olvido de sí mismo que puede llevar a la violencia. Ante la omisión de la propia historia del sujeto que la Ilustración pretende, se ha iniciado un debate en torno a la relación entre memoria e historia

El debate con la historia permite observar los efectos del dominio técnico de la era industrial que genera víctimas, no solo en las confrontaciones bélicas, sino mediante la violencia administrada. Este debate abre también una perspectiva en la ética y en la justicia, que permita entender cómo la producción masiva de víctimas, más allá de la confrontación bélica, pueda convertirse en una cualidad de la sociedad.

Pero no todos interpretaron su pensamiento

Amargado por el “Mayo francés” Adorno dijo en 1969 “Yo establecí un modelo teórico de pensamiento. ¿Cómo podría haber sospechado que la gente querría ponerlo en práctica con cócteles molotov?”.

Coincidía con Jürgen Habermas en calificar los actos de sus propios estudiantes como “fascismo de izquierdas”, lo cual enfurecía a un alumnado cada vez más politizado en cuestiones como las luchas sociales.

Uno de los escenarios más críticos en el que se vio envuelto el profesor ocurrió un 22 de abril de 1969. En plena conferencia del histórico y a la vez polémico filósofo, tres mujeres protestaron descubriéndose los pechos y echando sobre él pétalos de rosas y tulipanes. Ante la protesta, Adorno tomó su sombrero y su abrigo y salió precipitadamente del aula.

Otro aspecto de su actividad es su copiosa correspondencia con Gershon Scholem de quienes nada permitía suponer que pudieran ser amigos. Este se había volcado a la mística judía para acabar con la resignación del judaísmo alemán, que teniendo que elegir entre ser judío o ser moderno había optado por lo primero; mientras que aquel era un intelectual interesado en la Ilustración a la que quería transmitir el aliento crítico que pudiera venir del mesianismo judío. La arrogancia académica de Adorno y su afán de transformar cada idea en una frase lapidaria, no siempre comprensible, casaba mal con la socarronería del primero que aunque viviera en Jerusalén, adonde había llegado impulsado por su ideal sionista, conservaba intacta la sorna berlinesa. Cuando Adorno le escribe que «sólo son verdaderos los pensamiento que no se entienden a sí mismo», Scholem le responde burlonamente que estaría de acuerdo “si entendiera lo que me dice”.

Pero llegaron a ser amigos y su carteo es la prueba de una gran amistad y al tiempo un documento de la riqueza intelectual de una generación excepcional. Lo que les unía era la aguda conciencia de la pobreza moral e intelectual de su tiempo, incapaz de hacer frente a los desafíos totalitarios que ponían en peligro la herencia civilizatoria. Scholem buscaba respuestas revitalizando la riqueza mística del judaísmo; Adorno, cargando lo profano con lo filosóficamente asumible de esa tradición mesiánica.

En la correspondencia llama la atención la contención de Scholem, poco afecto a dar opiniones sobre asuntos que salieran de su competencia; y la facilidad con la que Adorno proyectaba trabajos sobre estética, ética o metafísica.

Sus cartas están cargadas de consideraciones filosóficas sobre las que Scholem tarda en opinar porque no está muy seguro de entenderle. Ocurre cuando Adorno le envía su tesis doctoral sobre Kierkegaard o su obra magna, «Dialéctica negativa», o alguno de sus escritos sobre música. Adorno, por el contrario, está atento a los escritos de Scholem, realizando comentarios llenos de sentido y muy elogiosos. Parecería pues que las ideas sólo fluyen en una dirección, del filósofo al teólogo.

El propio Scholem se disculpa por su torpeza filosófica. De Adorno él podría decir lo mismo que de Walter Benjamin: que lo admiraba más de lo que lo comprendía. Pero es esta una percepción errónea, porque en lo que respecta al fondo del problema intelectual que les convoca, las observaciones de Scholem son definitivas. Lo que les unía intelectualmente eran los contenidos de verdad que pudieran desprenderse de la tradición mesiánica. Aunque cada uno tenía sus propios objetivos. Adorno buscaba reanimar con ese capital, despreciado por la modernidad, una ilustración que había fracasado en su intento de forjar un mundo habitable. Lo que le interesaba pues era transmutar la mística judía en Ilustración.

Pensaba con cierta ingenuidad que la teología sólo tenía sentido mutada en filosofía.

El interés de Scholem era bien distinto.

Por sus estudios sabía muy bien las consecuencias políticas de una posición mística, pues había rastreado el hilo que va de la doctrina cabalística de Isaac Luria hasta la Revolución Francesa. Pero no era el efecto político de la verdad mística lo que le movía, sino identificar los destellos actuales de la misma que se hubieran salvado del olvido debido a la cultura del asimilacionismo; y del desprestigio de la tradición un problema generado por la Ilustración, pero que había contaminado a su propia generación judía. Lo que Scholem tenía claro es que antes de «profanar» valores mesiánicos, como pretendía Adorno, había que identificarles y salvarles. Esto, dicho en la jerga de Scholem, significaba que antes de hablar de «redención» (salvación del mundo) hay que hablar de «revelación» (escuchar los ecos místicos). El cabalista se lo dice a Adorno como también se lo había dicho a Benjamin.

Theodor Adorno falleció el 6 de agosto de 1969 en Suiza.

Reproducción autorizada citando la fuente con el siguiente enlace Radio Jai

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