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El músico judío que se niega a jubilarse

En 1960 Lalo Schifrin se mudó a Nueva York para unirse al quinteto de Dizzy Gillespie y ser su director musical hasta 1962. En medio de esa experiencia aceptó una colaboración con el mundo del cine, y a los 15 minutos ya estaba viviendo en Hollywood y haciéndose famoso por bandas de sonido de cintas y televisión, con temas para series como Misión Imposible (1966), Mannix (1967) y Starsky y Hutch.

Según como se mire, su carrera fue exitosa. Para algunos escritores de la talla de Scott Fitzgerald, Hollywood se transformó en una verdadera pesadilla. El genial autor de El gran Gatsby supo lo que era sentirse rechazado y suplicó no aparecer en los créditos de películas que, por cierto, le daban vergüenza.

Barton Fink, de los hermanos Coen, es un retrato demoledor de la relación de Hollywood con el arte. Hasta William Faulkner -de él habla la película- fue canibalizado por ese devorador de corazones con vistas cortas sobre el roble de la industria.

Hacia allí fue nuestro Lalo, que ahora casi a los 88 años, es el bocatto di cardinale de la longevidad al servicio de los campeones mundiales del entretenimiento. Una figura crucial con envergadura distinguida y nobiliaria.

Es probable que su formación jazzera quede definitivamente sepultada por el protagonismo tácito en bandas sonoras de películas y series, género ajeno -¿acaso menor?- que puede confundirse con intereses previos pero drásticos y definitorios: argumento, director, intérpretes…

Schifrin fue inmensamente nominado y premiado. Reconocimiento jamás le faltó. El pianista Daniel Barenboim encabeza la lista argentina de premios Grammy, que también integran Lalo Schifrin y Martha Argerich, así como Gustavo Santaolalla, Claudia Brant y Los Fabulosos Cadillacs. Barenboim gano seis estatuillas. Lalo, dos menos.

A mediados de enero se hizo el Jazz Across The Americas: Argentina – A Tribute To Lalo Schifrin, un homenaje en vida a Schifrin, que consistió en dos jornadas en un teatro neoyorquino. La idea fue del pianista y compositor mexicano Arturo O’Farrill.

Schifrin ganó obtuvo seis nominaciones al Oscar y cuatro al Premio Emmy. Tiene su propia estrella en el Paseo de la Fama. En 2018 se alzó con un reconocimiento a su larga trayectoria profesional.

Boris Claudio Schifrin, como se llama en realidad, nació en 1932. Hijo de padre músico. A los cinco años ya tocaba el piano. De adolescente le importaba el jazz, y dentro del siempre respetable (a veces, demasiado) género, su nombre de cabecera fue Dizzy Gillespie.

Schifrin padre era el primer violín de la Orquesta Filarmónica de Buenos Aires; el primer violín de una orquesta sinfónica era el músico más importante. El hombre también tenía una orquesta de cámara y el pianista, Enrique Barenboim, padre de Daniel, fue el primer profesor de Lalo.

“Suerte y destino”. Schifrin usa esas palabras como mandalas. “Cuando tenía 16 años me empezó a gustar muchísimo el jazz, que es la música clásica de Norteamérica. Me interesó mucho la naturaleza de su armonía. El jazz tenía una armonía diferente a la música clásica que yo conocía en esa época. Ahora ya no porque el jazz y la música clásica moderna son muy parecidas… Bueno, cuando terminé la escuela secundaria en Buenos Aires, mi padre no quería que yo fuera músico, no quería que siguiera la carrera porque él sabía qué difícil es llegar a ser algo o alguien ahí. Entonces, aunque suene fuerte, me prohibió seguir estudiando música”.

El padre quería que Lalo estudiara para lograra un diploma de abogado o de médico. “Yo me resistía, pero tuve que ir a la facultad de Derecho. Y allí hice cuatro años. Había que hacer seis en total para que le dieran a uno el diploma, pero sólo hice cuatro”, le dijo en una extensa entrevista a SoundTrack Fest.

Siguió con su pasión a escondidas. Un día, a instancias de un profesor, se presentó para una beca en el Conservatorio Nacional de Música de París. Quedó. Viajó. En París, siendo habitual espectador de cine, empezó a prestarle atención a lo que pasaba en la música.

Le gustaba ver películas de terror y las estudió detenidamente llegando a concluir que el miedo provenía de la banda sonora.

Una noche se cruzó con su ídolo de la adolescencia. Ese de los mofletes, sin lugar a dudas, era Dizzy: “¿Quién escribió esta música?”, pregunto el trompetista, interesado en una enérgica melodía que acababa de escuchar.

“Yo”, respondió Lalo.

Empezaron a trabajar inmediatamente juntos.

Tres años duró la experiencia. Schifrin tocaba el cielo del jazz con las manos. Pero la cosa del cine, sin embargo, terminó imponiéndose. Alguien lo contactó con la Metro Goldwyn Mayer. Su primera película para musicalizar fue una tal Rhino!- Rinocerontes blancos (1964).

Hollywood nunca aprenderá. Al brazo derecho de Gillespie le encargaban el tachín de una película menor, dirigida por un ignoto y protagonizada por nadie en especial: un zoólogo que trabaja para salvar especies casi extintas y… Zzzzzz (sonido de ronquidos). Música: Lalo Schifrin.

Habría que corregir el párrafo anterior. En realidad la primera experiencia sonora de Schifrin fue en su país natal, con un largometraje (El Jefe, 1958) actuado por Alberto de Mendoza y Graciela Borges.

Schifrin: “La música de una película sería una carta extensa donde uno puede decir muchas cosas. La televisión es el telegrama: lo más importante”.

El tema de Misión Imposible pasó a convertirse en una joya que perdura en el tiempo, a más de 50 años del estreno de la serie. Bruce Geller, el productor, se le acercó y le dijo: “Tenés que escribir un tema para los títulos, algo que haga que si la gente está en la cocina tomando una soda, y el aparato de televisión está en la sala, identifiquen que ya empezó Misión Imposible”.

El mismo productor, al año siguiente, lo contrató para una serie llamada Mannix. El tema resultó más dinámico que el envío propiamente dicho.

Para cine hizo la música de La Leyenda del Indomable (1967), con Paul Newman. Trabajó en Bullit y Harry el Sucio. Eso si, se caracterizó por hacer partituras con timbres jazzeros. Su firma aparece en los créditos de THX 1138, primer largometraje de George Lucas.

En Operación Dragón, de Bruce Lee, fue convocado por el mismísimo karateca. “A Bruce le encantaba la música de Misión Imposible”, recuerda Schifrin.

Su carrera lo llevó a adquirir una mansión imposible que perteneció a Groucho Marx, y queda en Beverly Hills. Groucho tenía por costumbre visitar sus ex hogares, y una tarde quiso conocer al señor que había comprado el caserón. No fue posible: justo cuando tocó el timbre con su inefable habano encendido en la comisura, Lalo se estaba bañando.

Fuente: Clarín.

Reproducción autorizada citando la fuente con el siguiente enlace Radio Jai

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