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Ki Tisá: Un amor incondicional

Parado en la zarza ardiente, Moisés se mostró remiso. Y tenía todo el derecho.
Por fin, su vida había empezado a conducirse de forma normal. Ya no era más un príncipe egipcio ni un fugitivo huyendo. Ahora era el yerno de un respetado teólogo, ya que recientemente se había casado con la hija del sacerdote de Midián, y además tenía un trabajo fijo. Emprender esta nueva misión significaría estremecer, por no decir “arriesgar”, su vida. ¿Por qué tenía que ir a Egipto a rescatar a los hebreos?

Lo que finalmente hizo que Moisés se embarcara en este gran emprendimiento fueron las palabras de Di-s: “Cuando saques de Egipto al pueblo, adorarán a Di-s en esta montaña”. En la misma montaña en que Moisés se encontró por primera vez con Di-s, los hebreos estaban destinados a recibir la Torá.

¡La Torá! ¡La sabiduría de Di-s! ¡Por fin, un meticuloso código moral Divino!
Harto de la corrupción y la inmoralidad que había visto en el palacio del faraón y poniendo en peligro su propia vida para protestar en contra de esas iniquidades, Moisés no renunció a hacer de este mundo un lugar mejor.

Tras haber sido expulsado de Egipto, aceptó vivir la vida de un ciudadano común y se centró en hacer cambios locales, en vez de globales.

Pero eso estaba a punto de cambiar. Era un ofrecimiento que no podía resistir. Moisés capituló.

Tal como cuenta la narración bíblica, las cosas sucedieron con ciertas complicaciones.
Los hebreos se habían sumido en el paganismo y estaban lejos de ser moralistas o de transformarse en moralistas.

En lo referente a carácter, disciplina y aceptación de la autoridad, el pueblo era un grupo de rebeldes, que se enfrentaron a Moisés en cada paso del camino.

Pero eso no disuadió a Moisés de nutrir su sueño de una histórica revelación divina en una cima montañosa desértica, en la que su banda de pecadores iba a transformarse en un grupo de santos. Fue ese sueño que lo mantuvo en vilo durante esos días tan difíciles.

Un sueño hecho añicos

Por fin, llegó el día. Llegaron a la montaña.

“Y Di-s lo llamó desde la montaña diciendo: Así les dirás a los hijos de Israel: ‘… Si me obedecen y cumplen con mi pacto, serán para mí un tesoro de entre todos los pueblos. Serán para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”.

Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar unas con otras.

Y entonces, finalmente: “Di-s habló todas estas palabras para decir: “Yo soy el Eterno tu Di-s… No harás una imagen grabada… No te postrarás ante ellos ni los adorarás… No dirás el nombre de Di-s en vano… Recuerda el shabat… Honrarás a tus padres… No matarás… No cometerás adulterio… No robarás… No darás falso testimonio… No codiciarás…”.

Moisés estaba extasiado. Y ese éxtasis se fue intensificando durante los cuarenta días y las cuarenta noches siguientes que pasó en el Monte Sinaí mientras Di-s le transmitía los detalles de su código divino. Todo iba de acuerdo con el plan.

Todo, excepto el asunto de los pecadores transformándose en santos. Porque mientras Moisés estaba muy ocupado explorando las alturas de lo divino, su pueblo estaba más que ocupado descendiendo a los abismos de la idolatría.

“Moisés giró y descendió de la montaña con las dos Tablas del Testimonio en las manos. Sucedió cuando se acercó al campamento que vio el becerro y los bailes y entonces su ira ardió y arrojó las Tablas de sus manos y las rompió…”.

Y… junto con las Tablas, todos los sueños de Moisés se hicieron añicos.

Un amor incondicional

¿Cuál fue la reacción de Moisés ante la destrucción de las aspiraciones de toda su vida?

¿De qué modo reaccionó ante el hecho de que su pueblo no logró ponerse a la altura de su potencial?

Cualquier otra persona en su lugar se hubiera decepcionado y descorazonado con el pueblo que se le había confiado en custodia. Cualquier otra persona hubiera aceptado de inmediato el ofrecimiento de Di-s: “Que mi ira arda contra ellos y los aniquilaré, y a ti te convertiré en una gran nación”.

¿Qué podía tener de malo abandonar al pueblo que lo había abandonado a él? Pero Moisés no iba a hacer algo así. Por el contrario, le imploró a Di-s: “Estas personas han cometido un gran pecado al hacer un dios de oro. Y… si estás dispuesto a cargar con su pecado… si no, ¡entonces bórrame ahora del libro que has escrito!”.

La profundidad de la reacción de Moisés reside en el hecho de que por algún motivo él no encontró un factor que mitigara a estos pecadores irredimibles, sino que directamente no buscó un factor así. Él admitió claramente el “gran pecado” de ellos y nada más. No dijo “pero”, sino solamente “y”. No ofreció excusas para su desgraciado pasado ni tampoco una promesa para un futuro mejor. De dónde provenían estas personas, en quienes podrían transformarse y por qué habían pecado… todo esto era absolutamente irrelevante para el debate.

“Mi apego a este pueblo”, era lo que Moisés esencialmente estaba diciendo, “ya no surge más, si es que alguna vez fue así, del rol que ellos juegan en mis sueños. He llegado a amarlos en forma incondicional. Por eso, si Tú los borras, bórrame a mí también. Nosotros somos algo indivisible, eternamente entrelazado”. Y en ese momento, Moisés hizo que sucediera un enorme cambio global.

Moisés enseñó que el valor de la persona no puede medirse por sus capacidades ni por sus logros ni por sus contribuciones, y ni siquiera por su personalidad o su carácter.

El valor de la persona no puede medirse en absoluto.

¿Qué tiene esto que ver conmigo?

Dos mujeres que no se vieron durante años, de pronto, se cruzan en la calle.

“¿Cómo está tu hija…”, pregunta la primera, “la que se casó con el cirujano?”.

“Se divorciaron”, responde la segunda mujer.

“Ay, lo lamento mucho”.

“Pero después ella se casó con un abogado”.

“¡Mazal Tov!”, exclamó la amiga.

“Pero también se divorciaron… Ahora, está todo bien. Está casada con un contador muy exitoso”.

La primera mujer menea la cabeza.

“Mmmm…. Tanta najat de una sola hija…”.

Yo llegué a creer que uno de los crímenes más grandes que los padres pueden cometer en contra de sus hijos es darles la impresión de que su valor es cuantificable o calificable. Y que ese amor por sus hijos depende de algo que no es el simple hecho de que son sus hijos.

Al hacerlo, los están privando del más grande regalo: la capacidad de amar a los demás en forma incondicional. También, los está privando de la herramienta más básica de la vida: la capacidad de amarse a sí mismos en forma incondicional.

(Un rabino muy sabio que se estableció en Norteamérica proveniente del shtetl discrepaba mucho con la expresión norteamericana “¿Cuánto vale él?”. Muy enojado, el rabino solía decir: “¿Acaso esa es la forma de medir el valor de una persona?”.)

Inmediatamente después de casarme, mi mujer compartió conmigo uno de sus más añorados recuerdos. Antes de poner a dormir a sus hijos a la noche, mi suegra le decía a cada uno de ellos: “¡Te amo tanto!”. Y entonces, ellos preguntaban: “¿Cuánto?”. Y ella respondía: “¡Tanto que más vale que me creas!”.

Reproducción autorizada citando la fuente con el siguiente enlace Radio Jai

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