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Mark Twain llegó y se fue con el cometa Halley y nunca supo si era él o su hermano gemelo

Mark Twain tenía un hermano gemelo en su infancia. Para diferenciarlos le ataban a uno una cinta a la muñeca. Un día los dejaron solos en la bañadera y uno se ahogó. El chapoteo en el agua había desatado la cinta, de manera que nunca se supo a ciencia cierta cuál de los dos había muerto. “Desde entonces no sé si yo soy yo o mi hermano”, remataba siempre la anécdota aquel hombre que adoraba tanto las historias apócrifas sobre su persona, que llegó a declarar alguna vez: “Mark Twain es un hombre hecho de partes, pero no todas pertenecen al mismo rompecabezas”.

Hasta sus fechas de nacimiento y muerte parecen alimentar lo mítico: vino al mundo con el cometa Halley en 1835 y partió con él cuando volvió a pasar por la Tierra en 1910. A los doce años, luego de la muerte de su padre, dejó la escuela y entró a trabajar como aprendiz en una imprenta, luego fue grumete en aquellos barcos de rueda que recorrían el Mississippi. Evitó la Guerra Civil porque no quería pelear del lado de los esclavistas, partió a Nevada tentado por su hermano, en plena fiebre del oro. Ponerse a escribir fue el Plan B cuando fracasó el Plan A.

El periodismo le dio dinero y alta exposición. En 1870 se casó, tuvo tres hijas y un varón que murió de difteria a los dos años. Con esas tres hijas y su esposa se mudó a un castillo en Connecticut, que pagó con las ganancias de su libro La edad dorada, donde retrataba la codicia de los millonarios norteamericanos. A partir de entonces comenzó su propia edad dorada: publicó Aventuras de Tom Sawyer, Príncipe y mendigo y Aventuras de Huck Finn (lo que llevó a William Faulkner a declarar, cincuenta años después: “Toda la literatura norteamericana viene de los bolsillos del chaleco blanco de Mark Twain”) y también dio rienda suelta a su falta de criterio comercial: además de dilapidar su fortuna financiando inventos que invariablemente fracasaban, llevó a la quiebra su propia editorial, algo que parecía imposible luego de los dos exitazos con que la había iniciado (su Tom Sawyer y las Memorias del general Grant).

A los cincuenta y seis años debió salir de nuevo a los caminos, a dar conferencias y escribir para los diarios que le pagaran más. Aceptó una gira por Europa que le permitiría pagar sus deudas. Partió con su esposa, sus hijas y una novela que estaba escribiendo. Ninguno de sus libros hasta entonces le había llevado más de seis meses; éste le llevaría trece dolorosos años.

La idea de Twain era contar la visita de un joven Satán a la Tierra. Dos veces debió abandonar la historia. La primera cuando su hija favorita, Susy, murió de meningitis en Connecticut (había viajado a ver en qué condiciones estaba la casa familiar; la encontraron muerta en esa misma casa, sola, junto a una carta ilegible de 47 páginas). La segunda cuando su esposa Livy murió en el palacio que alquilaban en Florencia (la propietaria del palacio, la condesa Massiglia, prohibió que la enferma yaciera en el dormitorio principal, por temor a futuros contagios).

Enloquecido de pena, furioso contra la religión en general y contra la Ciencia Cristiana en particular (su hija Susy se había puesto en manos de Mary Baker Eddy, la fundadora de la Christian Science), Twain reformuló la novela que estaba escribiendo: ahora no hablaba del Diablo sino sobre Lo Oscuro, aquello que yace en el fondo de todos nosotros, lo que vemos y lo que no vemos de nosotros mismos. Usando sus recuerdos juveniles como aprendiz de impresor y aquella estadía en Europa, ambientó su novela en un castillo de Austria, en los primeros tiempos de la imprenta, cuando la Inquisición aún castigaba con la hoguera todo lo que pareciese brujería. En ese castillo hay un taller de imprenta clandestino, adonde se presenta en las primeras páginas un misterioso aprendiz llamado simplemente 44. Así se titulaba el libro: 44.

Antes de partir a Europa, Twain se había fascinado con los hermanos siameses Chang y Eng del circo Barnum & Bayley. En sus diarios imaginaba a uno borracho mientras el otro bebía, a uno pensando mientras el otro hablaba. Años más tarde anotó en sus diarios: “Hay dos personas en nuestro interior: el que está despierto y el que aparece cuando dormimos, que se separa de nosotros y puede vagar por donde quiera, haciendo lo que no nos atrevemos a hacer despiertos. Los actos y las palabras de una persona son sólo una ínfima parte de su vida. Su vida verdadera se da en su cabeza y ni siquiera esa persona la conoce. Todos los días, durante todo el día, el molino de su mente muele y tritura esa masa que bulle sin descanso mientras duerme”.

De eso trataba su libro, debajo de toda la parafernalia de época. De eso y de su odio contra la religión. Twain usó 44 como catarsis y como respiro de aquella dolorosa catarsis: escondió, debajo de su proverbial encanto y maestría verbal, ese fuego negro que bullía en su interior contra la superstición, la codicia, la esclavitud, la prepotencia del poderoso y la propia ignorancia. Leerlo es ponerse en sus zapatos: uno puede deslizarse gozoso por su superficie como si patinara sobre hielo y al mismo tiempo ver con escalofríos los monstruos que yacen debajo de esa capa de hielo, en lo profundo de nuestro corazón.

No fueron fáciles los últimos días de Twain: la menor de sus hijas murió de epilepsia y la única hija sobreviviente, Clara, abrazó la Ciencia Cristiana y se casó por esa iglesia. El libro quedó inédito a su muerte. Siete años más tarde, aquella hija convenció al albacea de Twain para publicar una versión del libro, que no alcanzó a cumplir su cometido (generar dinero): pasó sin pena ni gloria en Estados Unidos, aunque tuvo cierto éxito en traducción (en nuestra infancia se lo conocía como El forastero misterioso). Hubo que esperar medio siglo, hasta que esa hija pasó a mejor vida, para que se supiera que aquella versión no era el libro de Twain: había sido cercenada y manipulada por el albacea (Albert Bigelow Paine), con la anuencia de Clara y la ayuda de un editor religioso llamado Frederick Duneka. Entre los tres suprimieron el 25 por ciento del texto (las “profanidades” según ellos), inventaron un personaje que era astrólogo y le adjudicaron torpemente todas las acciones que en el libro realizaba un maligno cura de la Inquisición y todas las sospechas sobre lo diabólico que estremecen a los cándidos personajes del libro.

Lamentablemente, cuando 44 por fin se publicó, hace poco, fue en una editorial universitaria muy seria de California: nadie ajeno al mundo académico se enteró, razón por la cual hasta el día de hoy son más los lectores que conocen El forastero misterioso que los que saben de la existencia de 44. El último gran libro de Mark Twain, el lado más oscuro del hombre que nos dio las primeras alegrías literarias, lleva un siglo escondido debajo de una copia vil, que apesta a santurronería y a humo de Inquisición. Es un acto de justicia, además de una celebración, que hoy se dé por fin a conocer en nuestro idioma.

 

Fuente: Agepeba

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