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Un malentendido de treinta años de antigüedad

Dicen que no existe distancia más grande entre dos hombres que aquella que surge de un malentendido. Acaso lo propio sucede entre los Estados.

Corría el mes de febrero de 1990 cuando tuvo lugar una reunión fundamental entre el entonces secretario general de la Unión Soviética, Mikhail Gorbachov, y el entonces secretario de Estado norteamericano James Baker.

Apenas semanas antes había caído el Muro de Berlín. Días más tarde habían colapsado los regímenes comunistas de toda Europa Oriental, uno tras otro, como un castillo de naipes. Casi sin violencia, a excepción de Rumania, donde fueron fusilados los crueles Nicolae y Elena Ceaucescu. Nadie en nuestro tiempo podrá olvidar los rostros de alegría en las calles de Berlín, Praga o Budapest a fines de 1989. Una ola de optimismo recorría el mundo: el oprobioso sistema totalitario comunista había llegado a su fin. Un universo de muros y fronteras militarizadas con alambres tejidos había colapsado. En Praga la Revolución de Terciopelo había convertido a Vaclav Havel de disidente y prisionero frecuente en presidente. Una corriente democratizadora inundaba el mundo. En Sudáfrica, el último presidente blanco, Frederik de Klerk, anunciaba la liberación de Nelson Mandela tras veintisiete años de encarcelamiento.

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En nuestra región, el día 25 de aquel mes de febrero de 1990, Violeta Barrios de Chamorro derrotaba a Daniel Ortega y su experimento socialista en Nicaragua. El optimismo parecía no encontrar límites: Andrés Oppenheimer arriesgó que se acercaba el final de la tiranía cubana.

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(Castro´s Final Hour, 1992). Meses más tarde, sucedería algo inimaginable hasta entonces cuando EEUU y la URSS coincidieron en la necesidad de obligar a Saddam Hussein a retroceder en su invasión a Kuwait. La Guerra Fría parecía realmente terminada.

Lo cierto es que en aquel mes de febrero de 1990, más precisamente el día 9, el entonces secretario de Estado norteamericano James Baker aseguró a Mikjail Gorbachov que la unificación alemana no supondría la expansión de la OTAN hacia el Este. Los registros de aquella conversación sostienen que el enviado de Bush prometió que Washington no buscaba ventajas unilaterales ante la disolución de la URSS y la pérdida del imperio soviético en Europa oriental. Baker aseguró que la jurisdicción militar de la OTAN no se extendería hacia el Este, algo que Gorbachov consideraba “inaceptable”.

Sin embargo, un giro no previsto tuvo lugar. Como es sabido, las sucesivas incorporaciones a la Alianza Atlántica de países que hasta poco antes habían integrado el Pacto de Varsovia como República Checa (entonces Checoslovaquia), Hungría y Polonia, en 1999, y de Rumania, Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Eslovaquia y Eslovenia un lustro más tarde, no podían hacerse sino a expensas de los intereses de seguridad de Moscú. Parafraseando a Lord Palmerston, hablando de la expansión del Imperio Británico, la OTAN parecía haberse ampliado como consecuencia de un “rapto de distracción”.

Ya en enero de 1994 el presidente Bill Clinton había explicado en Bruselas en su primera participación en una cumbre de la alianza que “ya no es cuestión de saber si la OTAN tendrá o no nuevos miembros, sino de saber cuándo y cómo eso sucederá”. Meses más tarde, durante una visita a Varsovia reiteró que la cuestión de la ampliación de la OTAN era solo una cuestión de tiempo. La administración Clinton -cuya primera embajadora ante las Naciones Unidas y luego secretaria de Estado Madeleine Albright era checa- buscaba garantizar que los sufridos países de Europa central y oriental no cayeran bajo el yugo ruso, o repetir lo que Milan Kundera puso en palabras: la idea de que Praga, Budapest o Varsovia habían sido fracciones de Occidente “secuestradas” detrás de la cortina de hierro. (Milan Kundera, The Tragedy of Central Europe, New York Review of Books, 1984).

Pero no todos en Washington estaban de acuerdo. El legendario autor de la doctrina de la contención a la Unión Soviética, el embajador George Kennan, había advertido que la expansión de la OTAN era un “error catastrófico” que alteraría gravemente los intereses nacionales de los Estados Unidos al comprometer su relación con Rusia. (Kennan, “A Fateful Error”, The New York Times, 5 de febrero de 1997). Asimismo, apenas disuelta la Unión Soviética en diciembre de 1991, el ex presidente Richard Nixon había recomendado al entonces jefe de la Casa Blanca George W. H. Bush que su administración procurara en todo momento tratar a Rusia con el respeto y consideración correspondiente a su pasado imperial y su vocación de gran potencia. Nixon sabía de lo que hablaba: junto a su asesor de seguridad nacional y secretario de Estado Henry Kissinger había protagonizado la política exterior más creativa de la segunda mitad del siglo. Aquella que había llevado a Washington a tener una relación más cercana con Beijing y Moscú que la que estas tuvieran entre si. Entonces, en 1972, la Unión Soviética rivalizaba con los Estados Unidos. Para contener su expansión, Nixon y Kissinger se acercaron a la China de Mao y Chou en Lai. Hoy, cincuenta años más tarde, el desafío a Occidente no proviene de Moscú, sino de Beijing.

En los años 90, un espíritu de cooperación entre los dos protagonistas de la Guerra Fría alimentó algunas esperanzas. Rusia llegaría incluso a ofrecer dos pruebas de amistad al cerrar instalaciones militares heredadas de la era soviética en la base de Lourdes en Cuba y de Cam Ranh Bay en Vietnam.

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A su vez, el presidente Vladimir Putin se convertiría en el primer jefe de Estado en ofrecer su cooperación al presidente George W. Bush cuando el terrorismo descargó su más brutal ataque a nuestra civilización el 11 de septiembre de 2001. Rusia ofrecería incluso facilidades para la operación norteamericana en Afganistán decretada inmediatamente después. El breve pero fructifero tiempo de cooperación entre Estados Unidos y la Federación Rusa se agotó rápidamente. El malentendido de treinta años entre rusos y norteamericanos se profundizaría aun más cuando el Kremlin rechazó -junto a Francia y Alemania- la invasión a Irak en 2003 y cuando vio con alarma el surgimiento de “revoluciones de color” en el espacio ex soviético y con la llamada “primavera árabe” en Medio Oriente. A su vez, tal vez sin buscarlo, tendría consecuencias contraproducentes para los intereses occidentales dado que alimentaría las tendencias más nacionalistas en Rusia y provocaría un acercamiento de esta a China. El tiempo les daría la razón a Nixon y a Kennan. En la mentalidad de suma cero del Kremlin, la ampliación de la OTAN no podía sino ser vista como una amenaza a sus intereses estratégicos de largo plazo.

El malentendido surgido de aquellas promesas incumplidas de febrero de 1990 tienen un impacto hasta nuestros días y significan eventualmente un elemento comprometedor para la paz y la seguridad global, tratándose de las dos potencias nucleares más importantes del planeta. La distancia entre Washington y Moscú hoy se expresa en la crisis de desconfianza que se ha afianzado tanto en el establishment norteamericano como en el ruso. Superar esas diferencias constituye uno de los desafíos más relevantes de nuestro tiempo, en un mundo plagado de amenazas tales como el terrorismo global, el fanatismo extremista islámico o los ciberataques, flagelos que a menudo escapan a la capacidad de respuesta de los Estados nacionales.

El autor de este articulo, Mariano Caucino, es especialista en relaciones internacionales y sirvió como embajador argentino ante el Estado de Israel y Costa Rica.

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