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Parasha Matot-Masei 5777

Quizás en ningún otro período del año percibimos tan agudamente la fuerza perdurable de los grandes visionarios de Israel. Los profetas no tenían poder. No eran reyes ni miembros de la corte real. No eran, en general, sacerdotes ni miembros del grupo religioso. No tenían funciones. No eran elegidos. Eran, con frecuencia, profundamente impopulares, ninguno más que el autor de la haftará de esta semana, Jeremías, que fue arrestado, golpeado, abusado y procesado, salvándose a duras penas de la muerte. Raramente fueron aceptados los profetas en su tiempo: la excepción más clara es la de Jonás, que hablaba a no judíos, a los habitantes de Nínive. Pero sus palabras fueron registradas para la posteridad y se transformaron en importantes textos del Tanaj, la Biblia hebrea. Fueron los primeros críticos sociales del mundo, y sus mensajes continúan vigentes a través de los siglos. Como casi dijo Kierkegaard alguna vez: cuando muere el rey, termina su poder, pero cuando muere el profeta, su influencia comienza. (1)

Lo distintivo del profeta es que no predecía el futuro. El mundo antiguo estaba lleno de esos personajes: videntes, oráculos, adivinos, exorcistas y chamanes que se atribuían el control de las fuerzas que gobiernan el destino y que “modelan nuestro fin o lo ajustan a su voluntad”. El judaísmo no tiene tolerancia para esa gente. La Torá prohíbe “al que practica la adivinación o magia, que interpreta los signos, que se dedica a la brujería, que manda hechizos, o que es un medium o espiritista que se conecta con los muertos” (Deut.18: 10-11). No cree en esas prácticas porque cree en la libertad humana. El futuro no está predeterminado. Depende de nosotros y de las elecciones que hagamos. Si una predicción se cumple, es exitosa; si la profecía se cumple, ha fracasado. El profeta nos dice lo que ocurrirá si no observamos los peligros y enmendamos nuestras vidas. El (o ella, ya que hay siete profetisas bíblicas) no predicen: advierten.
Tampoco fue original el profeta al bendecir o maldecir al pueblo. Ese era el don de Bilaam, no el de Isaías ni el de Jeremías. En el judaísmo, la bendición viene de los sacerdotes, no de los profetas.
Varios factores hicieron que los profetas fueran especiales. El primero fue su sentido de la historia. Los profetas fueron los primeros en ver a Dios en la historia. Tendemos a tomar nuestro sentido del tiempo como algo dado. El tiempo ocurre. El tiempo fluye. Como expresa el dicho: el tiempo es la forma que tiene Dios de evitar que todo ocurra a la vez. Pero en realidad hay varias formas de relacionarse con el tiempo y distintas civilizaciones la han percibido en forma diferente.
Hay un tiempo cíclico: como el lento progreso de las estaciones del año, o el ciclo de nacimiento, crecimiento, declinación y muerte. El tiempo cíclico es el que ocurre en la naturaleza. Algunos árboles tienen larga vida; los insectos de la fruta, muy corta; pero todo lo que vive, muere. Las especies perduran, sus miembros individuales no. En Kohelet se encuentra una de las expresiones más famosas del tiempo cíclico en el judaísmo: “El sol sale y se pone, y gira de vuelta adonde salió. El viento sopla del sur y se torna al norte; da vuelta y vuelta, volviendo siempre a su paso…Lo que se hizo, volverá a hacerse nuevamente; no hay nada nuevo bajo el sol”.

Hay también un tiempo lineal: el tiempo como secuencia inexorable de causa y efecto. El astrónomo francés Pierre-Simone Laplace transmitió esta idea mediante su famosa expresión de 1814 cuando dijo que “si conoces todas las fuerzas que pone en marcha la naturaleza, y todas las posiciones de todos los elementos que la componen” así como todas las leyes de la física y la química, entonces “nada sería incierto y tanto el futuro como el pasado estarían presentes” ante tus ojos. Karl Marx aplicó esta idea a la sociedad y a la historia. Se conoce como la inevitabilidad histórica, que trasladada a los asuntos de la humanidad constituye una negación masiva de la libertad personal.

Finalmente hay un tiempo como mera secuencia de eventos sin ningún tema básico. Esto conduce al tipo de escritura de la historia liderada por los sabios de la antigua Grecia: Herodoto y Tucídides.
Cada uno de estos tiene su lugar, el primero en la biología, el segundo en la física y el tercero en la historia secular, pero en ninguno de estos casos el tiempo es como lo consideraban los profetas. Ellos veían al tiempo como el sitio en el cual se desarrolla el drama entre Dios y la humanidad, especialmente en la historia de Israel. Si Israel cumple con su misión, con el pacto, entonces florecerá. Si no lo hace, caerá. Sufrirá derrotas y exilio. Eso es lo que Jeremías nunca cesó de anunciar a sus contemporáneos.

La segunda introspección profética fue la inquebrantable conexión entre el monoteísmo y la moralidad. Algunos profetas intuyeron – está implícito en todas sus palabras, aunque no expresado explícitamente – que la idolatría no era solamente falsa. También generaba corrupción. Veía al universo como una multiplicidad de poderes que frecuentemente chocan. La batalla favorecía a los más fuertes. La fuerza vencía a la razón. Los más aptos sobrevivían y los débiles perecían. Nietzsche creía esto, así como los darwinistas sociales.

Los profetas se opusieron a esto con todas sus fuerzas. Para ellos el poder de Dios era secundario; lo que importaba era la rectitud de Dios. Precisamente porque Dios amó y redimió a Israel, Israel le debía lealtad como su único y último soberano, y si le fueran infiel, también lo serían a sus congéneres. Podrían mentir, robar, engañar: Jeremías dudó de que hubiera una sola persona honesta en todo Jerusalem (Jer. 5: 1). También serían adúlteros y promiscuos sexualmente: “Yo les entregué todo lo que necesitaban, y sin embargo cometieron adulterio y colmaron las casas de prostitución. Son corceles vigorosos, bien alimentados, cada uno deseando la hembra ajena” (Jer. 5: 7-8).

La tercera y gran introspección es la primacía de la ética sobre la política. Lo que dicen los profetas sobre la política es sorprendentemente escaso. Sí, Samuel tenía sus reservas sobre la monarquía, pero no encontramos casi nada en Isaías o Jeremías acerca de cómo Israel/Judá debía ser gobernada. En lugar de eso hay una insistencia constante en que la fortaleza de una nación – ciertamente Israel/Judá – no es militar ni demográfica sino moral y espiritual. Si el pueblo mantiene su fe en Dios y en sí mismo, ninguna fuerza lo puede derrotar. Caso contrario, ninguna fuerza lo podrá salvar. Como dice Jeremías en la haftará de esta semana, descubrirán tardíamente que sus falsos dioses les ofrecían falsa seguridad.

Le dicen a la madera -Tú eres mi padre-, y a la piedra -Tú me has hecho nacer-. Me han dado vuelta la espalda y no sus caras; pero cuando tienen problemas me dicen: -¡Ven y sálvanos!- ¿Dónde están los dioses que se fabricaron? ¡Que vengan a salvarlos cuando tienen dificultades! Pues han fabricado tantos dioses como ciudades, Oh Judá. (Jer. 2: 27-28)
Jeremías, el más apasionado y atormentado de todos los profetas, ha pasado a la historia como el profeta de la perdición. Pero es injusto. También fue el profeta supremo de la esperanza. Él es el hombre que dijo que el pueblo de Israel será eterno como el sol, la luna y las estrellas (Jer.31). Es el hombre que, mientras los babilónicos sitiaban a Jerusalem, compró un campo como gesto público de fe en que los judíos retornarían del exilio: “Pues esto es lo que el Señor Todopoderoso, el Dios de Israel dice: Casas, viñedos y campos serán nuevamente comprados en esta tierra” (Jer. 32)

Los sentimientos de perdición y de esperanza de Jeremías no estaban en conflicto: son dos caras de la misma moneda. El Dios que sentenció a Su pueblo al exilio sería el que lo trajera de vuelta, porque aunque el pueblo lo podrá traicionar, Él jamás lo haría. Jeremías podía haber perdido la fe en el pueblo, pero nunca perdió la fe en Dios.

La profecía terminó en Israel con Haggai, Zajaria y Malají en la época del Segundo Templo. Pero las verdades proféticas nunca cesaron de ser ciertas. Sólo siendo fieles a Dios las personas pueden ser fieles unos a otros. Sólo estando abiertos a un poder mayor que a ellos mismos, pueden ser más grandes que ellos mismos. Sólo comprendiendo a las fuerzas profundas que modelan la historia puede la gente vencer los estragos de la historia. Llevó mucho tiempo para que el Israel bíblico aprendiera estas verdades, y ciertamente mucho tiempo hasta que retornó a su tierra, reentrando en el terreno de la historia. Nunca debemos volver a olvidarlas.
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(1) Kierkegaard en realidad dijo: “El tirano muere y termina su mandato, el mártir muere y su rol comienza.” Kierkegaard, Papers and Journals, 352.

Traductor: Carlos Betesh
Editor: Ben-Tzion Spitz

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