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Viernes Rojo

Bialystok, 22 de Junio de 1941. Yaakov y Braine formaban un joven matrimonio, lleno de ideales y fervientes convicciones sionistas. Sentían que su tiempo en Europa había terminado, y planificaban emigrar a Jerusalem, para contribuir con el restablecimiento de una nación judía, en su tierra histórica.

Hacía tan solo 2 meses que se habían convertido en padres del pequeño Noaj. Eligieron su nombre en honor a Noé, el héroe bíblico, que salvó a su familia construyendo un arca, y refundó el mundo post diluvio. Paz, consuelo y descanso era el significado de su nombre, y lo que tanto anhelaban, por aquel entonces.

La ciudad era caos y confusión ante los primeros bombardeos alemanes. Las primeras victímas yacían en las calles de la ciudad; así como también, edificios y autos que quedaron destruídos.

Ese día los nazis dieron inicio a la invasión de la Unión Soviética.

Para Yaakov y Braine, la preocupación era agobiante, pues sabían de las vivencias y el sufrimiento de los judíos polacos que habían quedado bajo dominio alemán y temían que replicaran el mismo horror en Bialystok y los territorios soviéticos.

Los padres de Yaakov se encontraban en el gueto de Lodz. La falta de noticias sobre aquellos, les causaba una gran angustia, sentimientos de culpa y un sin fin de interrogantes, tales como: ¿Qué puedo hacer por ellos? ¿Estarán con vida? ¿Acaso estarán pasando hambre y frío? ¿Es justo emigrar y dejarlos en esa situación?

Las dudas y malos presentimientos acechaban la mente de Yaakov, dejándolo casi paralizado. Su esposa quería emigrar, sin importar los peligros que implicaran el hecho de cruzar Europa siendo judíos, y además, tener que entrar de forma clandestina en la Tierra Prometida, ya que los británicos restringían el ingreso a los judíos.

Los rusos en retirada dejaron librados a su suerte a todos los residentes de la ciudad, y el terror se apoderó de la población judía; mientras tanto, muchos intentaban huir al este, lo más lejos posible de la zona de conflicto.

Aquella mañana del 27 de Junio, Braine y su bebé acompañaron a Yaakov hasta la puerta, como lo hacían cada día, para despedirlo al irse a trabajar, aunque esta vez saldría para intentar conseguir provisiones para su familia. Mientras se despedían, tres soldados alemanes arremetieron contra él y a fuerza de golpes se lo llevaron, junto a un grupo de judíos, que era conducido hacia la gran Sinagoga.  Braine corrió desesperada con Noaj en brazos, con el afán de rescatar a su esposo.

Los nazis habían ingresado a la ciudad, y sin dar respiro habían comenzado a ejecutar su plan: atacaron el barrio judío, torturándolos con garrotazos, disparos, y lanzando granadas en el interior de sus casas, para destruirlas por completo. No conformes con eso, sacaron a muchos hombres de sus hogares y los ultimaron delante de sus esposas e hijos.

El esfuerzo de Braine fue inútil, pues mientras más forcejeaba con los nazis, éstos más se ensañaban con Yaakov, y se divertían con la situación. En su brutalidad, odio e ignorancia, era difícil que pudieran comprender ese heroico acto de amor. La joven madre estaba enceguecida, y pese a los llantos del pequeño aferrado a sus brazos, siguió batallando por liberar a su esposo, hasta que un oficial llegó por su espalda y la golpeó en la nuca con la culata de su fusil, dejándola tendida en el suelo.

Era tan fuerte, que pese a estar aturdida y dolorida, no perdió el conocimiento y permaneció sosteniendo fuerte a su hijo, entre tanto contemplaba cómo su amado iba perdiéndose a la distancia.

Ese viernes rojo, fue la última vez que vio a su Yaakov.

Se mantuvo en el suelo, oprimida por el dolor desgarrador de su alma desconsolada y un profundo llanto sin lágrimas, pues ya no le quedaban; mientras, como si fuera poco lo que acababa de vivir, a su lado desfilaban prisioneros -entre los que identificaba a primos, tíos, amigos y vecinos- siendo arrastrados por la fuerza, hacia la Sinagoga, que empezaba a arder.

Como si echaran leña al fuego, arrojaron aquel día a las personas dentro del templo; y quienes se resistían a ser parte de la hoguera humana, fueron baleados y asesinados a sangre fría. Los verdugos disfrutaban del espectáculo, y aún más, los gritos de agonía de sus víctimas.

Las llamas fueron creciendo y extendiéndose a las calles linderas. La zona se transformó en un verdadero infierno, y en medio de la barbarie, como si fuera un ángel… un guardián polaco de nombre Józef Bartoszko abrió una ventana lateral, permitiendo la fuga de algunos.

La Gran Sinagoga se desvanecía junto con miles de los hijos de Israel.

Con ellos, sus sueños quedaban truncos, y familias diezmadas por la sola causa de ser judíos, mientras el mundo, otra vez, sacaba a relucir su indiferencia.

El fuego permaneció ardiendo durante veinticuatro horas, hasta que los alemanes dieron la orden de extinguirlo.

Braine tomó fuerzas de lo más profundo de su ser, y comenzó a correr sin destino, ocultándose de los nazis. Intentó llegar a su hogar, pero ardía en llamas.

En medio de la desesperación, y el humo agobiante que la asfixiaba, logró evadir a los soldados y salir del barrio denominado Szulhojf. Finalmente pudo llegar hasta la casa de Helena, su amiga católica, y se quedó allí unos días donde hizo el duelo por su esposo.

Un tiempo después, Braine dejó a su bebé con Helena y volvió a su vecindario, para intentar contactar a sus padres; pero al ser sorprendida por una patrulla de soldados alemanes, éstos la llevaron por la fuerza hasta el gueto de la ciudad. Allí se reencontró con sus padres y su hermana menor: Guitel.

También tenía amigos dentro del grupo de jóvenes que planificaban un levantamiento. Ellos le insistían para que se les uniera; pero Braine rechazó la propuesta, pues no quería abandonar a sus padres.

Era una mujer fuerte y luchadora, aunque se encontraba abatida por la muerte de Yaakov; rota por dentro, al saber que tal vez no volvería a ver nunca más a su hijito.

Braine y su familia fueron seleccionados para ser deportados del gueto. Pasaron el proceso de clasificación y llevados en tren hasta su destino final: el campo de exterminio de Treblinka.

El pequeño Noaj quedó a cargo de Helena, y a lo mejor, jamás llegó a saber su verdadera identidad. Probablemente haya crecido con otro nombre, y con educación católica.

Tal vez, la circuncisión, le sirva como una señal para identificar a qué pueblo pertenece, y en algún momento busque conocer su historia.

Y si eso sucediera… Noaj no tendría a dónde ir a llorar a sus padres, pues los nazis se encargaron de que no haya tumbas, y de borrar todas sus huellas. Tampoco tendrá fotos, ni objetos de valor afectivo, ni cartas, ni lugares familiares para recorrer, con excepción de algún monumento de recordación y memoriales.

Al final de la guerra, sólo regresaron a Bialystok aproximadamente quinientos judíos de los más de cincuenta mil que residían previo a ella.

Hoy nos queda el testimonio de los sobrevivientes, y el deber eterno de continuar con su legado, y mantenerlo vivo, para que este genocidio sobre la humanidad y el pueblo judío en particular, no sea olvidado, ni vuelva a repetirse.

Esta historia es ficcionada, pero representa a una entre millones que quedaron sin contar, acerca de los hechos de la barbarie nazi, la locura humana y la indiferencia de los gobernantes de aquel tiempo.

Los nazis intentaron cortar para siempre el árbol; pero, del vástago brotaron raíces floreciendo por miles en todo el mundo y principalmente en Eretz, cumpliendo el anhelo de muchas generaciones.

En memoria y recordación de los judíos de Bialystok y en especial a Leibe, Zelda, Vevel y Chaya.

 

Por Ruben Budzvicky

Ilustración: Sabrina Fauez

Reproducción autorizada por Radio Jai citando la fuente.

Reproducción autorizada citando la fuente con el siguiente enlace Radio Jai

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