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El Silencio del Papa Pío XII

Esta puntualización es necesaria efectuarla, a fin comprender la dimensión y el alcance de las palabras y de las decisiones que adopta el Papa. La institución católica llega a todos los confines del globo terráqueo; su prédica misionera y su Evangelio son conocidos en todos los rincones donde el hombre mora. Su mensaje ético y de amor genera en los dirigentes del mundo compromisos insoslayables.
Hasta el presente, no se conoce ningún documento explícito donde el papa Pío XII (Eugenio Pacelli) haya condenado la agresión nazi y sus actos de barbarie contra los judíos. Los motivos por los cuales adoptó esta actitud se desconocen; no hay ninguna duda que la Santa Sede tenía un cabal conocimiento de lo que sucedía en los territorios conquistados por los alemanes. Por la información que provenía de sus embajadas y consulados, las autoridades vaticanas sabían perfectamente lo que estaba sucediendo.
El papa Pío XII es visto por los historiadores de una manera controversial. Los críticos del papa señalan que su silencio ante las deportaciones de los judíos a los campos de exterminio fue para preservar a la Iglesia en una época peligrosa, asimismo afirman que el pontífice estaba identificado con el nazismo y odiaba profundamente al comunismo, al cual consideraba como el apocalipsis.
Los defensores del accionar de la autoridad del Vaticano sostienen que el Papa de verdad fue un enemigo de Hitler y que trató de salvar a cuantos judíos pudo, lo consideran un hombre piadoso que le tocó actuar en circunstancias trágicas. Sin ninguna prueba argumentan que el Papa eligió no hacer más por los judíos para no poner en peligro a los católicos de las iglesias nacionales.
Lo que sí está claro es que el Papa tenía conocimiento, guardó silencio y no dijo nada en público sobre: los crímenes de los Einsatzgruppen, las matanzas en los campos de exterminio, el funcionamiento de las cámaras de gas y sus crematorios, y las persecuciones y los asesinatos de judíos que se llevaban a cabo en países de profunda fe católica, como Polonia, Rumania, los países bálticos, Francia, Eslovaquia, y Croacia.
No proporcionó información útil sobre lo que estaba sucediendo con los judíos en cada uno de los países católicos, tampoco realizó llamados a sus feligreses, dispersos por todo el mundo, a no colaborar con los alemanes en el crimen de masas; tenía la autoridad y el poder para hacerlo.
Puede ser que en privado haya instruido a obispos y cardenales que hicieran lo posible para salvar a los hebreos, pero cuando los alemanes deportaron a los judíos de sus países, el Papa calló y no pidió a nadie que ayudara a los judíos en su hora más trágica.
Existe una profusa documentación donde las autoridades vaticanas alertan a diferentes gobiernos sobre los planes de Hitler, previos a la guerra y durante la misma. Pero respecto de las persecuciones antijudías la Iglesia nunca se inmiscuyó, como cuando el alto clero francés saludó efusivamente al mariscal Pétain, a quien consideraba que lo había enviado la Providencia.
El Papa sabía lo que hacían algunos de sus más altos dignatarios. No excomulgó de la Iglesia a los curas antisemitas que habían colaborado estrechamente en la matanza de judíos: en Eslovaquia, Vojtech Tuka, un católico ferviente, colaboró estrechamente con Eichman y junto a Monseñor Josef Tiso, enviaron a más de veinte mil judíos a la muerte. En Hungría, cuando la guerra ya estaba perdida para los alemanes, salvo una carta que envió el Papa al líder Miklós Horty en junio de 1944, no se hizo nada para frenar la deportación de más de cuatrocientos mil judíos hacia los campos de la muerte. Cuando la misiva llegó, los nazis ya habían deportado a los judíos húngaros hacia el exterminio.
Muchos sacerdotes participaron de los asesinatos a judíos llevados a cabo por los “ustashas” en Croacia, donde el obispo Aloysiud Viktor Stepinac alentó oficialmente las deportaciones, y el clérigo Miroslav Filipovic-Majstorovic, apodado el Hermano Satán, dirigió el campo de exterminio más importante en aquel país.
Nadie fue castigado por la Iglesia de Roma. Ningún dirigente católico o miembro de alguna curia nacional, que haya perseguido o facilitado la deportación o la muerte de los judíos, fue sancionado por las autoridades centrales del Vaticano.
La actitud del sumo pontífice respecto de los judíos durante el nazismo estuvo plagada de ambigüedades. Nunca mencionó por sus nombres a los perpetradores, nunca nombró a los judíos como las víctimas, ni instruyó a sus feligreses en el camino moral que debían seguir ante las evidentes atrocidades que se cometían.
Sólo un pequeño número de sacerdotes y monjas, en la mayoría de los casos a título personal, reaccionaron ante los ultrajes y los crímenes e hicieron escuchar su voz y actuaron ante el desafío, con el riesgo de perder sus vidas. Estos prelados utilizaron iglesias, monasterios, o escuelas religiosas, para ocultar a miles de niños judíos, y hasta les confeccionaron actas de bautismo cristiano para salvarlos de la persecución. Hubo clérigos que incluso llegaron a ocultar judíos en el mismo Vaticano, sin que el Papa lo alentara.
Al terminar la guerra, Pío XII continuó con su reinado papal durante trece años y durante este período nunca condenó explícitamente el exterminio de judíos, no se le conocen declaraciones contra el antisemitismo; él regía el Vaticano cuando el Estado Pontificio se negó a admitir y a reconocer la fundación del Estado de Israel.
Queda claro que el Vaticano durante la guerra, eligió callar: optó por la mal entendida “neutralidad”; bajo la excusa del “mal mayor” evitó asumir responsabilidades, salvo, cuando actuó en favor de algunas víctimas muy puntuales que le preocupaban.

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