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Pobreza para todos y para todas

La Argentina parece haberse convertido en un país inviable, condenado a una espiral descendente marcada por una sucesión de crisis encadenadas que configuran una decadencia sin freno.

En 1975, la pobreza en la Argentina alcanzaba el ocho por ciento de la población. En 1983, después de casi ocho años del fracaso del gobierno militar, había llegado al 14 por ciento. En 1989, en medio de la hiperinflación, la pobreza alcanzó el 40 por ciento  en nuestro país. En 1999, después de diez años de reformas económicas y un proceso de modernización del país, se logró reducir la pobreza al 24 por ciento. En 2002, después de una enorme devaluación, la pobreza llegó al 45 por ciento de la población, y los ingresos de los argentinos se pulverizaron en términos de valor real. El país volvió a crecer fuertemente entre fines de 2002 y 2008 como consecuencia de algunos factores combinados: rebote desde la crisis, un incremento extraordinario de la demanda externa, determinada fundamentalmente por el crecimiento de China, aumento de los precios de los commodities y una fenomenal capacidad instalada del aparato productivo, y la inversión en infraestructura de la década anterior. Pero a partir de 2011, el país detuvo su senda de crecimiento como consecuencia de una política cada vez más estatista y un aumento irresponsable del gasto público. Hacia fines de 2015, la pobreza se ubicaba en torno al 32 por ciento de la población, una cifra que la administración que asumió entonces no pudo disminuir, en un marco de creciente inflación derivada de las inconsistencias macroeconómicas heredadas y no resueltas desde la megadevaluación de 2001/2002. En tanto, a comienzos de este año la aparición de la peste universal derivada de la pandemia del COVID-19 terminó de complicar a la economía argentina. La pobreza hoy llegaría a la inadmisible cifra del 50 por ciento de la población. Un porcentaje aún más elevado de pobres tiene lugar entre la población más joven.

Frente a esta explosión de la pobreza, los distintos gobiernos optaron por programas asistenciales, en casi todos los casos, motivados por nobles intenciones. Pero hablar todos los días sobre los pobres no resuelve la pobreza. Una legión de “pobristas”, “hambrólogos” y expertos en políticas sociales fatigan desde hace años los canales de televisión, las páginas de los diarios y las señales radiales.

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Sin ningún resultado. Acaso el contrario al declarado. Cada vez hay más pobres. Una sensación de fracaso colectivo que no puede eliminarse con Mesas del hambre, seminarios, congresos y simposios sobre la temática -casi siempre en hoteles lujosos- se han reproducido casi a la velocidad de la pobreza que buscaban combatir.

Desde luego, resultaría políticamente injusto e históricamente equivocado sostener que la responsabilidad principal de la situación corresponde al gobierno actual. Pero sí es legítimo reclamar ante la falta de un programa económico integral que presenta la actual administración, así como advertir que prácticamente la totalidad de las medidas que ha adoptado desde su asunción conspiran contra los objetivos declarados de incrementar la actividad económica y dinamizar la creación de empleo.

Aumentos de impuestos, imposición de tributos extraordinarios, amenazas de expropiaciones, confiscaciones o intervenciones de empresas privadas, ataques permanentes a quienes buscan resguardar sus ahorros comprando miserables 200 dólares en medio de la tercera economía con mayor inflación del mundo, o la existencia de un tipo de cambio ficticio que desalienta completamente la inversión externa, de nada sirven para fomentar la inversión. O avalando tomas de terrenos, ante la vista y paciencia de las autoridades.

En los hechos, la administración actual parece insistir en la vigencia y el fortalecimiento del paradigma Estado-centrista que impera en la Argentina desde hace casi veinte años y que en gran medida explica el fracaso que hoy nos embarga. El Financial Times nos recuerda el viernes pasado que son las políticas socialistas del gobierno y las amenazas de un mayor intervencionismo estatal y no la pandemia las que expulsan a las empresas del país. Un cóctel explosivo de control de capitales “draconiano”, restricciones a las importaciones, congelamiento de precios y un demencial esquema en el que quien quiera invertir dólares genuinos los deberá cambiar a 75 pesos cuando en el mercado libre valen el doble. Como lo explicó el propio Presidente en agosto del año pasado durante la campaña electoral: Se puede impedir que salgan dólares, pero al mismo tiempo se conseguirá que no ingrese ninguno. Las medidas adoptadas por el gobierno nacional y las declaraciones públicas de muchos de sus principales integrantes no logran tranquilizar a los empresarios, consumidores ni a los mercados. Todo lo contrario. Es en este marco espeluznante en que el gobierno nacional impulsa un llamado “impuesto a la riqueza”. Por única vez. Algo en lo que no cree ni el más inocente de los ciudadanos. El impuesto a las ganancias también fue creado “por única vez”. Subsiste desde los años treinta, hace casi cien.

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Aún con todos los dramas, la Argentina puede volver a ser un país pujante, como lo fue en su día. Hasta no hace tanto tiempo como muchas veces se nos intenta explicar. Para ello, sin embargo, harán falta grandes decisiones, coraje y consistencia. Y una cierta idea de grandeza, en la que los presidentes no anuncien planes de pagos en cuotas para abonar un corte de peluquería. Y entender algunas cuestiones. Que el mérito no es mala palabra. El acomodo lo es. Que la propiedad privada no es un privilegio sino un derecho anterior al Estado que surge de la idea moral de que la propiedad es el resultado del trabajo humano. Y que el Estado fue creado como resultado de un contrato social entre los individuos para renunciar a una parte de su libertad personal para garantizar la seguridad de sus derechos en pos de una vida en común. Porque, como explicó el presidente Ronald Reagan, la Constitución creó al gobierno al servicio de los hombres y no a los hombres al servicio del gobierno.

La inversión es hija del ahorro y ésta de los bajos impuestos y la seguridad jurídica. Pero cuando el Estado se convierte en enemigo de los que trabajan y producen mediante tributos insoportables y regulaciones absurdas lo que se consigue es la huida de capitales y la destrucción de toda posibilidad de generación de empleo y riqueza.

Para revertir el camino decadente en que estamos inmersos, el Gobierno debe convocar a todos los argentinos y hacer un histórico giro en U que promueva un programa económico de estabilización y crecimiento basado en una economía popular de mercado con bajos impuestos, pleno respeto a la propiedad privada y promoción de la generación de trabajo genuino en lugar de los estigmatizantes planes sociales que solo eternizan la pobreza. Cumplir con la Constitución, ni más ni menos.

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Insistir con las políticas actuales solo nos garantizará un futuro de pobreza para todos.

Por Mariano Caucino para Infobae.

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