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El poder de la memoria: transmitir la historia de Lea Zajac Novera, sobreviviente de la Shoá

La memoria viva

La memoria colectiva, tan abstracta como poderosa, es uno de los principales rasgos que caracteriza al pueblo judío. Como afirma incansablemente Lea Zajac Novera, sobreviviente de la Shoá, “un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro” . Lea, a sus 93 años, continúa brindando testimonio con la esperanza de mantener viva la memoria de su familia y la de todas las víctimas de la Shoá; también, para paliar la culpa que aún la invade por haber sobrevivido sin los suyos.

Hace tres años, Lea me adoptó como su nieta del corazón. A fines del 2017, nos reencontramos en el marco del Proyecto Aprendiz –organizado actualmente por el Museo del Holocausto de Buenos Aires–, en el que pasé varios meses aprendiendo e internalizando su historia y sus valores, para luego asumir el compromiso de continuar con su legado. De pronto, la historia de vida de aquella mujer tan valiente y admirable, que había sobrevivido al campo de concentración y exterminio Auschwitz-Birkenau, se convertía en parte de la mía.

Evento de cierre del Proyecto Aprendiz, edición 2017. En la foto: las/os sobrevivientes que participaron del programa, junto a sus aprendices y las/os coordinadoras/es de la actividad. Foto de la autora

Una infancia feliz, una adolescencia destruida

Lea es fanática de la historia, la música clásica, los idiomas, las plantas y los libros (que según ella, son los que la mantienen todavía con vida). Luego de convertirse en sobreviviente, se ha aferrado a las ganas de vivir con el ímpetu de quien se ha enfrentado sin anestesia a la deshumanización, al despojo de su propio cuerpo, a innumerables humillaciones y torturas, y a la muerte de toda su familia (salvo su tía Sara, su “madre de la guerra”, junto a quien sobrevivió en Auschwitz).

Nacida en 1926 en Michalowo, una pequeña ciudad de Polonia, Lea recuerda su infancia junto a su numerosa familia –especialmente, junto a su hermana Henia y su hermano Motele– como la época más feliz de su vida. Su sueño era ser profesora de historia, “pero el destino no quiso”. El 1 de septiembre de 1939, el mismo día en que Lea iba a comenzar el secundario, cayeron las primeras bombas que dieron inicio a la Segunda Guerra Mundial, destruyendo por completo su adolescencia.

Afortunadamente, durante los primeros dos años Lea y su familia pudieron seguir manteniendo una vida “normal”, ya que su ciudad había quedado bajo el dominio de la Unión Soviética (de acuerdo a lo establecido en el Pacto Ribbentrop-Molotov). Sin embargo, el 22 de junio de 1941 “se terminó el paraíso”. Hitler rompió el Pacto al invadir la región oriental de Polonia, incluida Michalowo. Semanas más tarde, los nazis llegarían a esa ciudad, anotarían los nombres de las familias judías y las llevarían –a las mujeres y niñas/os en camiones y a los varones a pie– hasta el ghetto de Pruzhany.

En el ghetto, Lea comenzó a sufrir el tortuoso hambre que mantendría su “estómago pegado a la espalda” durante los siguientes cinco años. No obstante, permanecer junto a su familia le daba esperanzas. Lea recuerda que a veces se escapaba de la diminuta habitación donde vivían para que el pequeño trozo de pan que le correspondía le tocara a su hermanito Motele. Ella, mientras tanto, se juntaba con unas amigas a cantar. “Cantábamos para olvidarnos del hambre”.

Lea (a la izquierda) junto a su hermana menor, Henia. Foto: Bernardo Kononovich

El segundo tren a Auschwitz

Corría 1943 cuando les informaron que iban a liquidar el ghetto. Lea y su familia partieron en el segundo tren a Auschwitz, hacinadas/os en un vagón para ganado sin comida, alimentándose de miedo, angustia, gritos y llantos. Al tercer día de viaje se abrieron las compuertas del vagón y –según relata Lea– cayó “una masa hedionda de gente, porque en ese momento ya no éramos seres humanos”. Habían llegado al infierno terrenal: el campo de concentración y exterminio de Auschwitz.

Hasta el día de hoy, Lea recuerda la última mirada de su madre, Ester, en el momento en el que desde lo alto del camión que minutos después se dirigiría a la cámara de gas –con su hijo Motele en brazos– le gritó “¡Lea, corré!”. Lea, que también había sido seleccionada para morir, empezó a correr sin dudarlo un segundo, hasta llegar al lado de su tía Sara, quien había sido elegida para continuar viviendo. Una vez rapada, desnudada a la fuerza y tatuada, Lea perdió todo atisbo de sensibilidad y se convirtió en el número «33.502», que aún se lee en su brazo izquierdo. “Si yo sobreviví, no fue por ser más fuerte o más inteligente, sino por haber logrado conservar mi humanidad. Esa era nuestra lucha: no perder la humanidad”.

Los primeros meses en el campo fueron los peores. Soportar el recuento de todas las madrugadas a la intemperie –muchas veces, bajo la nieve o las tormentas– y la selección para la cámara de gas todas las semanas era de por sí un acto de heroísmo. Sin mencionar los trabajos forzados, las golpizas diarias, la deshumanización constante y el hambre atroz. Reproducir aquí todos los aberrantes acontecimientos ocurridos durante su permanencia en Auschwitz nos ocuparía un libro entero.

Luego de dos años sobreviviendo a tan inhumanas condiciones, aún faltaba descender al último peldaño del infierno: las marchas de la muerte. En enero de 1945, los nazis anunciaron que iban a evacuar el campo. Las marchas duraron aproximadamente cuatro meses interminables: las/os prisioneras/os caminaban por la nieve, sin comida, sin abrigo y sin la dignidad que con tanta saña les habían arrebatado. Hasta que, por fin, la madrugada del 22 al 23 de abril de 1945, Lea y Sara recuperaron su libertad . Sin embargo, estaban solas en el mundo: sin nada, ni nadie. Paradójicamente, aquel era el día más desdichado de sus vidas.

A Lea y Sara les llevó aproximadamente un mes regresar a su hogar en Polonia, donde habían acordado encontrarse con uno de sus tíos antes de partir de Auschwitz. Lamentablemente, él murió por inanición durante las marchas. Rápidamente, Lea comenzó a contactarse con familiares que tenía en Argentina con la esperanza de huir de aquella Europa de posguerra. En 1948, logró llegar a la Argentina de manera clandestina, vía Uruguay. Años más tarde, formó una familia con Marcos Novera –también sobreviviente de la Shoá– con quien tuvieron dos hijos. Hoy, Lea tiene cinco nietas/os y un bisnieto (de sangre) y, desde hace algunos años, una nieta del corazón.

Cuando le preguntó por su palabra favorita del diccionario, ella no lo duda ni un segundo: «libertad».

 

Foto: Bernardo Kononovich

Memoria transformadora

La memoria de Lea tiene un valor inconmensurable para la historia del pueblo judío y de la humanidad. Como todas las estremecedoras historias de la Shoá que conocemos, contarlas nos permite ponerle nombres y caras a la cifra de 6 millones. Las atrocidades de la Shoá fueron cometidas por seres humanos contra seres humanos por el mero hecho de ser diferentes ante los ojos de la “raza aria”.

Considero que la memoria, además de remitirse hacia el pasado, debe tener una mirada hacia el futuro. El efecto transformador de la memoria es el que nos enseña acerca de nuestro ayer para transformar nuestro mañana. Junto a Lea, contamos su historia para reivindicar la vida de las víctimas de la Shoá. Pero, además, como una forma de luchar contra todo tipo de discriminación y odio que, lamentablemente, aún hoy siguen existiendo. Ambas creemos fervientemente que el respeto por las diferencias y la diversidad es lo que nos revaloriza como pueblo y, más aún, como humanidad.

Lea y Melanie. Foto de la autora

Por Melanie Ghertner (Colaboradora)

Reproducción autorizada por Radio Jai citando la fuente

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