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Atentado en Barcelona: ¿por qué naturalizamos la barbarie terrorista?

De todas maneras, todavía es necesario repetir algunas advertencias, emitidas ya varias veces. Porque de nuevo, las reacciones en Occidente han recorrido el entero espinel de posibilidades, desde la indignación del “ojo por ojo” hasta esa suerte de síndrome de Estocolmo colectivo que Jorge Raventos denunciara cuando las Torres Gemelas.

Aunque la malentendida progresía bienpensante continúa declamando que no debe juzgarse a nadie por sus creencias aunque asesinen inocentes, en la sabiduría popular (¿existe otra?) crece la sospecha de que no todos los musulmanes son terroristas, aunque demasiados terroristas son musulmanes: resulta innegable que al siglo XXI le ha tocado padecer muchos más crímenes invocando esa justificación religiosa que cualquiera de las demás.

La mala conciencia europea por el todavía reciente colonialismo y nuestros propios crímenes para robarles petróleo y demás riquezas no parece explicar, en lo esencial, este fenómeno asesino. Remontarse al Antiguo Testamento, que compartimos con los musulmanes, y de allí al Corán, para alegar que se trata de una fe esencialmente maligna, tampoco resiste un análisis medianamente serio. En las Cruzadas nosotros también tuvimos olas de fanatismo religioso que condujeron a violaciones igual o más profundamente abominables.

Sólo que de nuestro lado les pusimos fin hace siglos. Los occidentales pacíficos, convivientes, que respetamos a la condición humana, llevamos cientos de años sin asesinatos masivos en nombre de argumentos religiosos. Y lo confirmamos contra el fascismo, el nazismo y el estalinismo, cuando las ideologías tomaron el lugar que dejaron vacante las creencias religiosas.

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¿Somos mejores que los musulmanes? ¿Nuestras creencias, como muchos afirman, no respaldan a criminales y la de ellos sí?

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No es verdad. Ni somos mejores ni nuestra religión lo es. En Occidente hace mucho tiempo que elegimos terminar con las reyertas basadas en las religiones mediante la separación del Estado y las profesiones de fe. Mostramos al mundo que es perfectamente posible, y deseable, que nuestras diferencias religiosas no nos impidan convivir en paz como ciudadanos de una misma sociedad civil. Y lo conseguimos, hay que recordarlo y hacerlo recordar, con un muy justificado orgullo, porque en el resto del mundo no funciona tan así.

El muy citado y poco leído Samuel Huntington ya lo advertía en el Choque de civilizaciones: la base de la paz en este siglo reside en que las mayorías silenciosas del islamismo y el Occidente judeocristiano controlen, internamente, a sus propios extremistas y se encuentren, entonces sí, en manejo suficiente de sus destinos como para discutir acuerdos, no conflictos.

El islam o el judeocristianismo, o el budismo, o las demás religiones no son intrínsecamente malvadas. La cuestión radica en la forma en que se predican esas creencias. En casi cualquier texto sagrado pueden encontrarse argumentaciones que justifiquen alguna violencia. Y también muchas argumentaciones a favor de la tolerancia. Lo que hace la diferencia es la manera en que los clérigos las dirigen a la feligresía: en pleno siglo XXI es inaceptable una prédica que no condene el asesinato a los herejes de cualquier religión. Y eso se está oyendo muy poco. Falta una Sharia para la paz que resuene en los templos y los hogares de cada musulmán: los terroristas son criminalmente culpables, pero quienes miran para otro lado también cargan con una cuota de responsabilidad, estas matanzas producen cadáveres, pero su objetivo amedrentador somos nosotros, los que quedamos vivos, para que el terror nos lleve a descender a una Intifada inversa, una guerra santa en que pasemos a comportarnos tan criminalmente como ellos.

Aquí hay una importante diferencia: no basta con predicar las partes buenas, tolerantes de una fe, del Corán o de la Biblia. Hace falta la condena expresa, pública, en muy alta voz, de las interpretaciones violentas que puedan considerarse legitimadas, real o falsamente, por en esa fe. Muy especialmente en religiones donde la palabra de su clerecía influye enormemente en los seguidores. Y mucho más en culturas en las que, como la islámica, la ley y la religión, la fe y los gobiernos prácticamente se concentran en las mismas manos, como ocurría entre nosotros hasta la Edad Media, no en vano a menudo citada como la Edad oscura.

El islam es una religión sumamente respetable y su cultura ha hecho aportes valiosísimos a la humanidad. Pero lamentablemente, en este momento y ante estos ya muy repetidos atentados, no se escucha que sus líderes políticos y sociales, que son casi invariablemente también sus líderes religiosos, salgan a condenarlos con una voz que se escuche en todas las latitudes. No están, y si lo están, es en voz todavía demasiado baja.

Porque la infección está demasiado generalizada: estos atentados por “franchising” ya no los cometen complejas organizaciones dirigidas desde Oriente Medio: son los “lobos solitarios”, espontáneos, casi aficionados narcotizados por décadas de prédicas envenenadas.

Occidente y Argentina tenemos nuestras propias vergüenzas. Se viene degollando, crucificando o quemando viva a gente por televisión, ahora se suman estos atentados en Cataluña y nosotros aquí contamos con un premio Nobel de la paz, quien, en honor de esa distinción en su momento supuestamente bien ganada, podría encabezar más sonoramente pronunciamientos de condena que, al menos, lo diferencien de personajes como Hebe de Bonafini, que aplauden conductas que la entera sociedad considera repugnantes.

Es la peste del multiculturalismo progresista, tara heredada de los fracasados “socialismos reales” que, ante cada conflicto buscan siempre una autoflagelación de Occidente por su pasado imperial y, en el fondo, frente al terrorismo termina proponiendo lo mismo que el régimen de Vichy en la Francia ocupada: “Aceptemos los términos que impone el enemigo porque si no, podría ponerse peor”. Síndrome de Estocolmo a pleno, luego repetido cuando la amenaza nuclear soviética, como se ha dicho, con el penoso “better red than dead”.

La única manera de acabar con los fanáticos de cualquier naturaleza es que los propios fieles de la religión que ellos invocan cesen de mirar para otro lado, dejen de permitirles mimetizarse en sus poblaciones y de prestarles cualquier tipo de ayuda, aunque sea la pasiva de meramente esconderlos.

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Eso no puede hacerse desde fuera de su propia fe. Se trata de una tarea que les corresponde a ellos, imposible para nosotros, que no pertenecemos a su comunidad.

No sería solamente un acto de justicia para con terceros de otras religiones, sino también en defensa propia: la extorsión del terrorismo amenaza a los mismos musulmanes, a muchos de ellos también los mata, atentando en una mezquita, por ejemplo, y procura aplicar una letal extorsión al interior de su fe, para reforzar el temor a expresar opiniones adversas a la violencia. Todos los días se matan entre sunnitas y chiitas.

Lamentablemente, cualquiera puede comprobar que, cuando ocurren crímenes como estos, ni nuestros gobiernos ni nuestros medios de comunicación, prácticamente sin excepciones, no llaman, no interrogan a los líderes religiosos y sociales del islam a propósito de los atentados que se perpetran invocando a esa fe. Como acaba de hacerse en Holanda, debe señalárseles que están en falta con la sociedad en la que viven. Su función es esencial, porque se trata de un sistema de creencias que respeta muchísimo a sus clérigos, y estos deberían dar testimonio ante sus fieles, pero también ante la sociedad argentina, a la que pertenecen y con la que estamos todos obligados, dejando muy en claro que esta invocación del islam para cometer crímenes abominables va en contra del Corán y debe ser condenada, públicamente, una y otra vez, a toda voz, por los clérigos y por los fieles que profesan esa religión. Ojalá que lo hagan, porque no hay otro camino.

El autor fue vicecanciller de la nación y es miembro del Club Político Argentino.

Fuente: Infobae

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