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Si me olvidara de ti, Auschwitz

La hambruna fue tan severa que, cuando los judíos que escapaban tragaban monedas para contrabandearlas, sus estómagos explotaban. Al ver esto, los auxiliares romanos abrieron los estómagos de dos mil judíos en una noche, en busca de oro. El Libro de Lamentaciones opina que “quienes fueron matados por la espada están mejor que quienes murieron por hambruna”. Pero, para muchos, los dos horripilantes finales fueron combinados.

El destino quiso que las expulsiones de los judíos de Inglaterra (1290), Francia (1306) y España (1492) ocurrieran en la misma fecha: el 9 de av. Lo mismo ocurrió con la entrada de Alemania a la Primera Guerra Mundial (1914) y la deportación de los judíos del Gueto de Varsovia a Treblinka (1942). Cada uno de estos eventos representó el final del mundo, de acuerdo a como sus habitantes judíos lo habían conocido.

Y, sin embargo, es terriblemente difícil sentir angustia por las tragedias que pasaron hace tanto tiempo. La historia —nos acostumbramos a aceptar— fue horrible y brutal. Casi que esperamos que las civilizaciones pasadas hayan sido, en un oxímoron, barbáricas. Incluso cuando la barbarie nos sorprende, raramente nos conmociona, sobre todo no visceralmente o generando emociones.
Mientras la cámara recorre el sangriento curso de la historia, vemos a los extras con indiferencia. No tienen nombre, rostro o, por inevitable extensión, alma. Son números, no personas.

Cuando visité Auschwitz-Birkenau en la ‘Marcha por la vida’, me descubrí abrumado por dos miedos sobre este mundo: que es capaz de producir atrocidades y que es capaz de olvidarlas. Junto a las vías de tren de Auschwitz, nos sentamos y lloramos por los mundos perdidos y por los mundos destinados a ser olvidados. En los siglos que vienen, ¿se conmocionarán los visitantes al visitar las cámaras de gas y los crematorios? ¿O considerarán esta página de la historia como una de las muchas en las cuales la humanidad se volvió loca?
Nuestro mantra de “nunca más” es, esencialmente, un llamado desafiante a que el Holocausto derrote las leyes de la historia. Que continúe eternamente ardiendo en la conciencia de la humanidad; que no pase de ser ‘historia’ a ser ‘leyenda’.

Tishá B’Av ofrece una oportunidad colectiva para cumplir la promesa de “nunca más”, no sólo para las calamidades que aún recordamos, sino también para las que les precedieron. Sabemos que ‘negarse a olvidarla’ es una forma necesaria, aunque quizás insuficiente, de evitar que la historia se repita.

A través de los rituales judíos, validamos dramáticamente los valores que buscamos sostener. Considéralo una forma de actuación: si nos es difícil sentirnos tristes o enojados por el pasado, nos sumergimos fiscalmente en un estado de pena tal, que nos identificamos completamente con ese sentimiento.

Al acuclillarnos en el piso de la sinagoga para oír las fuertes palabras de Libro de Lamentaciones, utilizamos las palabras y los movimientos para cultivar empatía con extraños de los que no sabemos nada, pero que la poesía nos dejó en su anónima memoria. Al ayunar —un pequeño sacrificio personal— afirmamos simbólicamente que las grandes catástrofes del pasado deberían afectar nuestra vida y nuestra rutina en el presente.

Nos forzamos a tener interés. Y comenzamos a reconectarnos con la historia y a sentir el dolor.

Tishá B’Av ofrece un patrón que nos enseña cómo la participación en la tradición puede inmunizarnos contra la desensibilización ante la tragedia, por más remota que sea, geográfica o históricamente. Y, al hacerlo, rezamos para que, en los próximos dos milenios, las generaciones se rehúsen a olvidar Auschwitz, así como nosotros nos rehusamos a olvidar Jerusalem. Que sea reconstruida rápidamente y en nuestros días.

Fuente: Aish Latino

Reproducción autorizada citando la fuente con el siguiente enlace Radio Jai

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